Tal vez lo primero que me llevó a pensar en llegar a ese destino fue la naturaleza. La idea de correr descalza entre sus bosques, escuchando el canto de las aves y el rugido del viento azotando las copas de los árboles. O puede que también fuera el deseo de nadar en las costas de sus islas, descubrir su profundidad y llevarme grabado a fuego en mi retina el reflejo de las estrellas titilantes en las aguas indómitas.
Nueva Zelanda... la nación de la magia. Con su cultura popular, con Hobbiton, con Rivendel... Bueno, con Kaitoke de Wellington, que se convirtió en el escenario de Rivendel. Los escenarios de mi libro favorito de todos los tiempos, reales, ¡allí!
Escalar sus riscos y sentir el viento en mi rostro.
Si tuviera la suerte de pisar esas tierras podría gastar la suela de mis zapatos buscando una taberna. Y al encontrarla, un bardo aparecería para relatar las historias de los viejos héroes casi olvidados. O para anunciar que habrá un ruedo de películas épicas al aire libre.
Sí, que maravilloso ha de ser visitar esa mágica nación.
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