Quienes me inspiran a seguir

martes, 11 de marzo de 2014

Medianoche


Terminó de leer la carta y suspiró, enviando su vista al cielo infinito. No sabía desde dónde había llegado, no sabía hacia cuánto había sido enviada, no sabía nada de la corta misiva más que las palabras que leía, los sentimientos que expresaba y el nombre que llevaba.

Sus ojos oscuros, apagados por la tristeza y la melancolía de la medianoche repasaron una y mil veces las palabras más claves de aquella nota: Momentos, roto, libertad, felicidad, cariño... soledad. Sí, sabía lo que era sentirse de esas maneras, pero no podía evitar que su corazón se endureciera a cada momento que pasaba alejada de él. Porque si él había cambiado, ella también lo había hecho al dejarlo. Porque si Rigel creía que su vida era feliz y no estaba de cabeza, se estaba equivocando.

Arrugó la carta entre sus dedos e impidió que las lágrimas salieran de sus ojos. Le tomó toda su fuerza de voluntad el conseguir que sus ojos no sucumbieran al llanto. Entonces sus manos rompieron la misiva en miles de fragmentos que la brisa nocturna se llevó muy lejos, hacia el infinito universo al cual ella no volvería. Aunque por un momento tuvo deseos de conservarla, sabía que sólo sería algo masoquista para ambos.

¿Soy feliz?

Lyra pensó en esas palabras y no pudo evitar que una voz dulce y melancólica las susurrara a su oído. Y se sintió frustrada en esa oscura medianoche ante el hecho de no poder sacarlo de su cabeza incluso cuando sabía lo masoquista que sería el volver a él. Cerró los ojos y se acurrucó sobre la nieve de su planeta. Hacía frio, pero adentro de su corazón estaba mucho más helado.

Estando allí pensó de nuevo en él, en Rigel. Evocó su recuerdo y todos los momentos que habían vivido juntos. Evocó las distancias, las sonrisas, las miradas. Evocó los sentimientos que él generaba en ella. La felicidad, la molestia, la alegría, la tristeza. Evocó el momento en el que se dio cuenta que ya no era más importante para él y el momento en el cual comenzó a cortar el lazo de manera definitiva, para alejarse a la deriva de todas las constelaciones.

Recordó cómo Rigel la había mirado, con esa indiferencia que asesinó todas sus ganas de amar. Recordó su corazón roto y ella dejándolo atrás. Recordó su escape, huyendo de todas las constelaciones, de todas las estrellas en sus planetas. Recordó un grito que la siguió y la tormenta que se había desatado en una medianoche eterna en su propio planeta.

—Lyra.

¿Tú crees que puedo ser feliz, Rigel?

Se sentó otra vez, secando las lágrimas de sus ojos húmedos con rudeza. Ya nada le importaba y ella misma había sucumbido, otra vez, a aquellos mortificantes recuerdos. Y ya no quería ser encontrada así, o simplemente ya no quería ser encontrada.

—Lyra, cariño, ¿qué tienes? —preguntó esa voz que hasta el momento, desde su huida, la había acompañado.

—Estoy bien, Antares —susurró Lyra, viendo cómo el puente la alcanzaba—. Deberías volver a casa.

—Estoy en casa —replicó él, atravesando el puente sin ningún tipo de problema—. Ahora dime, ¿qué sucede? ¿Qué te hizo alejarte de todos?

Lyra se levantó del suelo cubierto de nieve y comenzó a caminar, buscando una respuesta. ¿Qué la había hecho irse? Para ella, la respuesta era obvia: Rigel. Había tenido que irse para no lastimarlo más, para no lastimarse a sí misma y para no terminar implosionando como una vez ya lo había hecho. Pero Antares no entendería todo eso. Antares escucharía con calma y paciencia, la abrazaría y acunaría hasta que su corazón se calmara un poco y luego alimentaría las brazas de algo que no debería existir. Alimentaría un amor no correspondido, alimentaría esperanzas vanas y mortales, alimentaría sueños e ilusiones que no llevarían a nadie a ningún lugar.

—Quería estar sola, Antares —replicó Lyra, mirando a la distancia desde un punto completamente congelado de su planeta—. Quería poder enfriarme sin que nadie viera lo horrendo del proceso.

—Lyra...

¡¿Tú crees que puedo ser feliz... sin ti?!

—¡Solo vete, Rigel! —gritó, ya no pudiendo soportar más las lágrimas. Apretó los puños y le dio la espalda a Antares, que la observaba congelado, al igual que el páramo que les rodeaba— Solo... Déjame sola...

Pudo escuchar los pasos de Antares alejándose de ella, pudo escuchar el sonido del puente destruyéndose mientras él se iba. Y el eco de aquella destrucción la llevó a su miseria, pues recordaba así el día y el momento en el cual Rigel se había ido por última vez. El momento en el cual ella le había echado y había destruido todo a su paso.

Y pensar en él, pensar en el modo de reemplazar ese amor, pensar en el modo de no morir tratando de superarlo era algo que dolía demasiado. Era algo que ella sabía no conseguiría jamás. Y era algo con lo que tendría que vivir en su completo estado de medianoche.

lunes, 3 de marzo de 2014

Fénix


Había recorrido aquel camino tempestuoso por demasiado tiempo. Sus alas rotas y sin plumas, totalmente calcinadas eran la prueba de todo lo que había tenido que pasar para llegar a ese momento, a esa instancia.

Bien podría haberlo abandonado todo, pero en su persistencia había continuado andando cuando sabía que era marginada a los ojos de los demás, pues los de su especie habían sido creados con alas para dominar el cielo. Y ella no pertenecía al cielo ya más.

Era marginada entre las aves al no poder volar. Era marginada entre las criaturas terrestres al no ser como ellos. Era diferente y eso la hacía especial. Era diferente y eso la hacía vulnerable. Era diferente y eso la hacía... insuperable.

El largo recorrido por fin llegaba a su fin. Su mirada satisfecha se posó en la lava ardiente y un amago de sonrisa se presentó en su rostro. Sentía que por fin su existencia había valido la pena. Sentía que el propósito de su vida estaba al fin completo. Sentía que todos los sacrificios, las miradas, la soledad... Todo al fin cobraba sentido. Todo valía la pena en ese momento.

Miró hacia atrás, hacia lo que estaba abandonando. Los páramos, los bosques, los desiertos, los pantanos, los océanos, los montes y las montañas nevadas. Todo lo que había visto, todo lo que había recorrido. Los animales, las aves, el fuego, la tormenta, los truenos y las ventiscas. Todo aquello a lo cual había tenido que enfrentarse. Al ver todo el panorama un velo de nostalgia se integró a su mirada-. No estaba segura de extrañar todo lo que dejaba atrás, pero sin duda que iba a extrañar la inseguridad junto a la adrenalina de la aventura.

Volteó otra vez para fijar su vista al fondo del volcán. La lava saltaba y burbujeaba, más ardiente de lo que ella pudiera imaginar.

Cerró los ojos, lágrimas saliendo de ellos. Una sonrisa satisfecha. Un pensamiento de felicidad.

Saltó.

En la distancia las aves gritaron, los animales terrestres aullaron y los árboles lloraron.

La caída fue sólo un segundo. El viento ardiente golpeando su rostro, quemando las pocas plumas que quedaban en su cuerpo hasta que colapsó contra el océano flamígero.

El calor era abrazador, casi insoportable. Sus ojos se consumieron de inmediato, sintió cómo cada parte de su ser, cada pluma, cada músculo y tendón dentro de sí era consumido por el calor, por las llamas, por el final. Y una sensación de paz abrumadora se instaló en su corazón cuando cada latido se apagaba hasta alcanzar las últimas notas de lo que era su ansiado final. El final de sus penas, de sus miedos, del temor a lo desconocido. El temor a lo que quería ser pero jamás se atrevió. El temor al rechazo desapareciendo junto a su cuerpo también.

Entonces, de pronto, un nuevo latido. Y otro, y uno más. Cada vez más fuerte, más poderoso.

Sus ojos se abrieron bajo el fuego y pudo ver que la lava a su alrededor resplandecía con chispas de todos los colores que había visto durante su viaje. Sintió fuerza y vitalidad en su cuerpo, y cuando observó sus alas las notó bellas y resplandecientes contra el fuego, que creaba algo nuevo en ella desde su sacrificio, desde lo que ella abandonaba para transformarse en un ser mejor.

Movió sus alas, las agitó, danzó entre el fuego.

Y voló.

Salió del volcán con un magnífico giro, lanzando un grito de felicidad mientras mostraba su nueva forma al mundo que la había rechazado. Sus plumas se agitaron contra el aire caliente, lanzando destellos de fuego a cada batir de alas. Sobrevoló la boca del volcán y con determinación volvió a lanzarse al fuego, emergiendo minutos después envuelta en el calor de la renovación.

Por eso, con una nueva determinación, voló hacia la noche. Porque ella había vencido, lo había conseguido.

Ella era el fénix. Y ahora era invencible.