Quienes me inspiran a seguir

lunes, 21 de octubre de 2013

Sin Aire


A veces miro el cielo, tan vasto e infinito, y siento a mi corazón latir con una fuerza casi indómita. Y entonces es cuando pienso en ti, preguntándome si este amor será para siempre, o si en cambio será solo el recuerdo hermoso de una quimera, un ensueño interminable. Y llego a la conclusión de que no me importa, pues te amo. Te amo a ti y a los momentos efímeros y eternos que vivo contigo. Te amo y sé que, aunque puedo vivir sin ti, no quiero hacerlo.

Si me pongo a pensar en ello, hay muchas cosas que podrían faltarme e incluso así sería capaz de seguir viviendo.

Podría vivir sin sol, sin lluvia y sin un suelo estable en el cual posar mis pies. Podría vivir sin objetos que me rodearan, sin ojos con los cuales mirar los tuyos y sin voz para definir de manera imperfecta esta manera en la que me haces sentir. Podría vivir sin esas cosas, e incluso podría vivir sin ti...

El problema es que no puedo vivir sin aire. Y tú eres aire. Y aunque quieres, aunque deseas dejar de respirar, no puedes hacerlo. No puedes vivir sin aire, sin luz, sin luna ni estrellas. Y vivir sin ti sería como vivir sin todo eso. Sin el aire que me dan tus besos, sin la luz de tu presencia, sin la luna cuando despertamos en medio de la noche, sin las estrellas de tu mirada.

No quiero vivir sin ti porque tú, Rigel, me has enseñado una nueva manera de vivir. Por primera vez alguien necesita de mi amor para sanar sus heridas. Y mi amor imperfecto y moribundo, aunque no es nada, parece significar tanto para ti.

Me gustaría poder ser tu aire, y tengo miedo cada vez que te miro... tengo miedo de pensar, de imaginar que tú si puedes vivir sin aire. Que si tú quisieras, podrías vivir sin mí.

Rigel, tal vez no te hayas dado cuenta todavía, pero debo decirte, necesito aclararte que esta estrella se apaga cada día un poco más. Yo no tengo planetas que orbiten a mi alrededor, no como tú. Y a veces quiero odiarte pues yo sabía vivir sin aire, yo sabía vivir sin ti, pero ahora no sé hacerlo más. No sé, no recuerdo qué se siente cerrar los ojos y sentirme bien abrazándome a mí misma en este vacío oscuro que es el universo. Y ahora que te tengo, ahora que me atrapaste ya no sé, ya no puedo.

No quiero vivir sin ti, Rigel.

Llámame estúpida, tonta, torpe, ingenua e irracional. Llámame todo lo que quieras, incluso cuando yo solo quiera que me llamaras por mi nombre. Llámame, solo hazlo, sabes que acudiré. En sueños, en sombras, en el mismo aire que respiras, incluso aunque no lo sea. Incluso aunque no sea nada para ti, estaré como tu todo.

Sé que solo soy una estrella que se apaga, sé que no tengo nada que ofrecer más que este brillo que se apaga un poco cada momento que pasa. Sé que mis palabras son atropelladas, quizá demasiado cargadas y desesperadas. Pero maldición, Rigel... estas palabras no pueden ser de otra manera porque esta es la única forma que conozco de amar. Amar como una tonta desesperada de tu afecto, esperando un abrazo sanador mientras me regresas la vida con tu aire, con ese aire que tú tienes y que a mí me falta.

Solo sé amar de esta manera, mi querido Rigel. Loca, desquiciada, quizá apasionada. Pero este es mi amor. Y si en realidad no es amor, créeme que es lo mejor que tengo. Es todo lo que tengo.

Eres mi aire en este universo sin oxígeno. Eres la vida que me faltaba y que ahora no sé si me sobra o no me alcanza para estar contigo para siempre.

Y si es un sueño de estrellas que se consumen en implosiones y supernovas, sinceramente no quiero saberlo. Porque lo único que necesito saber para mantenerme cuerda es que allá, desde el lugar en el que te encuentras, me miras. Y eso significa que te importo. Y eso es todo lo que necesito para obligarme a brillar y que me notes para que, de cierta forma, puedas llegar a amarme. Y no puedo dejar de pensar que vivir sin ti, ahora que te conozco, sería como tratar de vivir sin aire.

No puedo vivir sin aire. Y no puedo vivir sin ti.

lunes, 14 de octubre de 2013

Encuentro II

[El hombre sabio y la chica del lápiz]



Recuerdo que cuando le conocí, cuando te conocí, solo pude pensar con horrible vergüenza una cosa: Que eras el hombre más triste y desdichado que había conocido jamás, y que probablemente ninguna tristeza se compararía en el mundo a tu tristeza y a tu dolor.

Tu historia, cuando me enteré de ella, me hizo sentir como una niña escondida, refugiada entre los brazos de su padre, buscando una respuesta a cosas, a preguntas que no entiende porque, en el fondo, tiene demasiado miedo para entender. Porque se siente, me sentía dañada y frágil. Y tú penetraste en esa fragilidad, inmovilizaste mis ojos con los tuyos y me hiciste que ver que tenía mucho, mucho camino por recorrer.

Aquel día había buen tiempo, pero estaba helando rápido. Era casi como una premonición extraña. Yo siquiera soy capaz de recordar muy bien lo que estaba haciendo antes de comenzar a sentir tu presencia, antes de decidirme a hablar contigo porque sentía, en el fondo de mi alma, que si no lo hacía, simplemente te perderías, así como yo ya me había perdido.

Nos presentamos y la conversación fluyó suavemente. Reí y dije muchas tonterías, ¿lo recuerdas? Creo que estaba un poco nerviosa. Bueno, eres mayor que yo, y sabio, ciertamente lo eres, pero estabas perdiendo esa sabiduría por culpa del sopor de tantos años dormido, por culpa de ese sentimiento de querer regresar a dormir porque sientes que no puedes ver que la persona que amabas, aquella que no pudiste abrazar por más tiempo, no está contigo para apaciguar ese sentimiento de terrible vacío y soledad.

Creo que por eso, porque nos entendíamos, nos hicimos tan cercanos.

Lentamente, casi como los pasos temblorosos de un niño, las cosas comenzaron a fluir. Era como una corriente suave y cálida. Me gustaba cuando comenzabas a hablar de historia y yo te miraba, escondida detrás de mis páginas y mis libros etereos, esperando siempre por un poco más de tu sabiduría. Sabes muchas cosas, te envidio por eso. Pero tranquilo, es una envidia sana, no te preocupes.

Recuerdo que una noche, mientras estábamos escondidos en un rincón como dos prófugos escapando de los polizontes, me acurruqué contra tu costado y lloré. Ni siquiera sé porqué comencé a llorar, solo recuerdo que de pronto sentía un nudo firme en la garganta y comencé a sollozar como una tonta, temblando por no sé qué cosa. Tal vez por los recuerdos, que comenzaban a ser ya demasiado insoportables.

—Tienes que soltarlo —me dijiste, rodeando mis hombros en un abrazo, acercándome a tu pecho—. No es sano para ti el vivir de esta manera, pequeña.

Miento, ahora soy capaz de recordar -o puede que nunca lo haya olvidado-, el motivo de mi llanto. Y fui muy mala contigo, realmente hiriente. Lamento el haberte dicho aquellas cosas...

—¿Y qué hay de ti? —bramé llorosa, con el nudo firmemente cortándome las palabras— Tú no quieres dejarla ir, ¿por qué conmigo debe ser diferente?

—Porque yo estoy viejo, y a perro viejo no se le enseñan trucos nuevos —dijiste llanamente, como si hablaras del clima. Oh, lamento el haberte dicho algo tan cruel, en serio lo lamento—. A ti te queda tanto por delante, tanto camino. Tal vez solo no era para ti, y no puedes martirizarte por eso.

Tenías razón en una cosa. Me estaba martirizando. Con el tiempo me había vuelto estúpida y masoquista, sintiendo que no podría ser ni sentir más que aquel profundo dolor que me envolvía y que tú, de aquella desquiciante manera paternal, querías comenzar a sacudir lejos de mí. Y ahora, solo ahora que ha pasado tiempo, soy capaz de verlo.

Recuerdo que luego de eso me sentaste en tu regazo, de la misma manera que solía hacer mi padre. Recuerdo que tomaste el lápiz con el cual sujetaba mi cabello de aquella estrafalaria manera y lo sacaste, dejando caer en cascada la mata enmarañada. Acariciaste mis mejillas con la punta del lápiz, como dibujando un mapa de mis lágrimas. Y me mirabas profundamente, tanto que era imposible el no mirarte, el no perderme de esa manera. No podía ser capaz de advertir que me estabas atrapando, pero creo que de haberlo sabido, tampoco te hubiera detenido.

Tú sí entiendes, Javier.

—¿Quieres hacer algo, pequeña? —dijiste al fin, cuando fui capaz de dejar de sollozar.

Me encogí de hombros, sin saber muy bien qué decir. Pero luego, actuando -para variar- por inercia, tomé el lápiz de entre tus dedos y comencé a escribir en la muralla tras de ti. Palabra por palabra, todo de manera inconexa. Escribí sobre el dolor, sobre la tristeza, sobre la soledad, sobre un violín, sobre historia y geografía, sobre lo que me estabas enseñando. Escribí sobre tus ojos y sobre los míos, sobre tu sabiduría y sobre el lápiz mismo con el que escribía en ese momento. Dejé salir todo hasta sentirme vacía y cansada, sin haberme dado cuenta siquiera en ese momento que a veces lágrimas mudas se deslizaban otra vez por mis mejillas y que tú, paciente y cariñoso, las secabas casi con devoción.

Realmente soy muy torpe, ¿o no? Pero creo que tú tampoco sabías muy bien lo que estaba sucediendo. ¿Lo sabías? Dímelo, por favor. Tampoco es algo que sea capaz de preguntarte directamente, sabes que soy muy tímida.

Y bueno... luego de aquello, nos hicimos casi inseparables. Soportabas mis tonterías y niñerías, aún lo haces. Soportabas mis berrinches con una sonrisa, espero no ser demasiado torpe como para que te saque de quicio y quieras apartarte de mí.

Me quieres, o eso espero. Y yo te quiero desde aquel momento en que nos conocimos, sin saberlo, siendo completamente ignorante de que nuestros caminos estaban destinados a cruzarse, nos gustase o no.

Y aún ahora, cuando estamos prontos a estar tan lejos, cuando comienzo a mirar los minutos como si fueran segundos, preguntándome en qué momento llegarán... pienso en ti, en esas caricias tranquilizadoras. Pienso en tu silueta mirándome, sentado sobre el escritorio junto a las pantallas con tu sonrisa arrebatadora y con ese brillo de renovada felicidad en tus ojos. Y me pregunto si alguna vez seré capaz de no sonrojarme ante tu recuerdo. Si seré capaz de dejar de mirar por la ventana, suspirando mientras espero verte llegar. Si podré escribir una palabra, un verso, una página, un cuento o un libro entero sin pensar en que me estarás mirando, pujando por saber qué es lo que el lápiz dice al rasgar el papel.

Y me pregunto si un día me cansaré de tu sabiduría...

Pero si me dejas decirte algo... Lo dudo. Pero silencio, no le digas a nadie.

Es un secreto...

Es nuestro secreto.

martes, 8 de octubre de 2013

Encuentro I


[Drew & Marie]

Recuerdo que cuando te conocí, inmediatamente pensé tres cosas:

Primero; que tenías la mirada más sincera y a la vez más triste que había visto jamás en mi vida.

Segundo; que eras realmente, realmente gracioso. Sencillamente poseías -y aún posees- un sentido del humor único.

Tercero; que me encantaría poderte abrazar y no soltarte nunca, jamás.

Recuerdo que cuando escuché tu nombre, pensé que era el nombre más bonito del mundo: Drew. Por alguna razón sabía a miel y se sentía en verdad real. Perfectamente real.

La primera vez que te vi, fue en la distancia. Una distancia grande, grande como un universo, casi infinita. Hablabas con quien es como mi gemela -nos parecemos mucho incluso al no tener la misma sangre-. Y ella te hacía reír y sonreír, y yo sentía unos celos irracionales porque pensé en que me gustaría ser yo quien hiciera brillar tus ojos de esa manera.

Ustedes eran amigos, y yo también quería ser tu amiga.

Esa madrugada, la madrugada misma en que te vi por primera vez, me acerqué a Bri en silencio, cautelosa y nerviosa. Recuerdo aquella conversación como si estuviera sucediendo todavía.

—Bri... —la llamé. Ella me miró por sobre sus anteojos y dejó a un lado los papeles en los cuales trabajaba— ¿Con... con quién estabas... hoy en la tarde...?

—¿En la tarde? —Bri me miró, calmada y sinceramente, pensativa.

—Sí. Estabas con un chico, alto y moreno —describí, sintiendo las mejillas arder.

—¡Ah! Te refieres a Drew —esta vez, una amplia sonrisa se extendió por su rostro aniñado e infantil, lo cual la hacía lucir incluso más joven.

—¿Se llama Drew...?

Recuerdo que mi corazón se saltó un latido completo, antes de comenzar a golpear dentro de mi pecho con mucha, muchísima fuerza. Bri me miró solemne, casi ceremoniosa, siempre sonriendo como solo ella sabe hacerlo, con una afabilidad innata.

De alguna manera, hablamos durante horas sobre ti. Incluso ante ese extraño temor, incluso ante todo, estaba ávida, deseosa de conocerte. Y supe tanto de ti esa madrugada, que luego solo quería tenerte frente a mí y conocerte, y que tú me conocieras. Pero estaba esa situación, ese temor al rechazo que siempre me ha dominado.

—¿Quieres que los presente? —dijo de pronto Bri, haciéndome regresar los pies a la tierra.

Mi corazón dio un vuelco y mis manos temblaron casi imparables, totalmente dominadas por los nervios.

—No —dije bruscamente. Bri se sorprendió ante mi respuesta—. No vamos a repetir lo de la última vez, Bri. No.

Ella se quedó mirando a la nada, pensativa. Y de pronto, rápida como una estrella fugaz, sus ojos se llenaron con el brillo de las estrellas, y pude verme reflejada en sus ojos que, con certeza, en ese momento estoy segura, se parecían a los míos. Ella se parecía a mí, y yo a ella.

—Esto es lo que vamos a hacer —palmeó el asiento a su lado con otra reluciente sonrisa y yo me senté allí, a la escucha.



Realmente ese plan era una locura, lo era. Una locura de pies a cabeza. Pero, en cierto modo, esperaba anhelante que funcionara.

Cuando apareciste caminando, manos en los bolsillos y mirada perdida, distraída, mi corazón volvió a detenerse en menos de veinticuatro horas. Y lo más difícil, recuerdo, de ese momento, fue cuando te acercaste hacia donde yo estaba y me besaste en la mejilla, una sonrisa quedamente instalándose tranquila en tus labios esculpidos.

No puedo hacer esto, no puedo, me va a descubrir. Ese fue mi pensamiento desesperado cuando te quedaste contemplándome durante un segundo completo más de lo que se debería mirar a una persona. Tu mirada ónice reflejaba una pequeña pizca de duda y sonreí, tratando de parecer normal. Tratando de parecer Bri. Y cuando sonreíste de vuelta, sentándote a mi lado, sentí que todo iba a ser complicado y sencillo al mismo tiempo.

—Hola, Drew —saludé tímidamente, pero al mismo tiempo de manera animada. La sonrisa permaneció en mis labios tanto tiempo, tan amplia, que pensé que debía verse bastante falsa.

—Hola, Bri —saludaste de vuelta, mirando el sombrero que tapaba bastante de mi mirada—. Lindo sombrero. ¿Te molesta el sol?

Sonreíste y yo, sin saber cómo ni porqué, lancé una estridente carcajada. No había sol, más bien estaba bastante oscuro pues estaba anocheciendo y las luces de las calles comenzaban a encenderse de manera casi casual.

Hablamos durante horas y horas, a veces de manera tímida y otras veces bastante más animados. Pero hablamos. Y acordamos vernos la noche siguiente.

Y luego de muchos, muchos encuentros, eras tan, tan adictivo para mí, que me desesperaba el hecho de que un día pudieras descubrir la verdad y terminaras odiándome.

Recuerdo aquel día en el cual saliste con Bri, con la verdadera Bri, tu amiga Bri. Iban todos en grupo y yo, como una espía, los miraba desde la distancia. Me asombraba la popularidad que Bri conseguía solo con esa sonrisa radiante y a la vez tímida, me asombraba el hecho de verla y no poder entender la razón por la que a mí me resultaba tan complicado ser natural mientras que a ella... bueno, le salía todo natural.

En un momento ustedes se quedaron atrás del grupo, hablando en susurros. Bri te miraba seriamente, casi compasiva, y tú tenías esa mirada de hombre desesperado. ¡Oh, cuánto quise, cuánto anhelé el poder correr en tu dirección y refugiarte en mis brazos, para que nada ni nadie te hiciera sentir de esa manera!

Aquella noche, Bri me dijo que tenías el corazón destrozado. Ella lo expresó de esa manera y yo, profundamente, dolorosamente, sentí como mi corazón se rompía al enterarse de tu sufrimiento.

Y esa misma noche me propuse a mí misma ser quien reparase y cuidase tu corazón. Y no me importó lo más mínimo a quien tuviese que sacar del camino para poder conseguirlo.

Soy bastante egoísta, lo sé.

Y aunque soy egoísta, yo... Te amo, Drew.