Quienes me inspiran a seguir

viernes, 27 de diciembre de 2013

Ausencia


El tic-tac del reloj me alarma, me alerta.

A veces siento que todo fue un sueño, que todo continúa siendo un sueño del cual no quiero despertar. Y aunque quisiera, no estoy del todo segura poder.

¿Recuerdas esos días, Rigel, en los cuales las horas transcurrían interminables, desde un punto muerto hasta el otro? ¿Recuerdas cómo dolía el adiós?

Yo lo recuerdo, y considero que es una tragedia el que tú no lo recuerdes.

Te observo desde aquí, ¿sabes? Pero pareces no darte cuenta. Es como si ya nada te importara. Es como si yo ya no fuese más importante para ti como tú lo eres para mí. Y es en serio algo triste y decadente, casi doloroso el sentir tu ausencia. La ausencia de ti en mi vida. La ausencia de tus sonrisas, de tus miradas.

Porque te quiero, Rigel, pero es tan triste el darme cuenta que no debo necesitarte más de lo que ya te necesito.

...

Los días continúan pasando, Rigel. Pasan sin ti. Pasan con la ausencia de ti, con la ausencia de mi, con la ausencia de ambos. Pasan y el tic-tac del reloj no cesa. Y a veces quisiera volver a ese lugar sin tiempo ni espacio del cual me sacaste, pero sé que no tengo el valor para hacerlo.

¿Cómo sobrevivir en aquel espacio sin ti, Rigel? ¿Cómo podré yo vivir en un mundo en el que tú no existes?

...

Estoy aprendiendo a orbitar en tu ausencia. Cada giro en espiral provoca nuevos sentimientos, cada nuevo punto de vista es algo que cambia la perspectiva de mis pensamientos y emociones.

Continúa siendo difícil sin ti aquí, pero creo que podré lograrlo. O no lo sé, pero quiero creer en ello porque, al final y en este momento, la esperanza es lo único que tengo.

Estoy seca sin ti, Rigel. Un poco vacía, un poco más oscura, bastante más solitaria. Pero creo que puedo hacerlo, porque aunque ya no te veo, aunque tu luz ya no brilla cerca de mí, tan brillante y caliente que inmola mis sentidos, estoy comenzando a acostumbrarme a este frio glacial que me envuelve, que me atosiga y me controla.

...

Aprendí a vivir en tu ausencia, Rigel.

Esta será mi última carta. O tal vez no.

Yo solo quería que me amaras. Tal vez no que me amaras más, pero sí que me amaras mejor.

Y digo que tal vez sea la última carta, Rigel, porque te he visto. Te he visto tomando su mano, y sentí que con eso podrías ser más feliz de lo que yo hubiera podido conseguir en felicidad y en amor para ti.

Solo quiero tu felicidad. Eso es todo lo que quiero ahora.

Aprendí a respirar sin tu aliento, aprendí a sobrevivir a tu ausencia, aprendí a querer un poco más de mí sin ti.

Pero aún no aprendo a olvidarte.

No sé si alguna vez podré hacerlo, Rigel, pero lo intentaré. Intentaré arrancarte de mi corazón, o por lo menos a guardarte celosamente hasta que nadie más pueda ver el amor profundo que marcaste a fuego, como un tatuaje de estrella, en mi piel y en mi alma. Guardaré nuestros recuerdos, nuestras sonrisas, nuestras locuras y ese corto pero imperecedero amor que nos profesamos de manera tan ferviente.

Lo guardaré para mí y lo guiaré al olvido, o tal vez solo al baúl de los recuerdos que, acumulando polvo día tras día, se irán perdiendo hasta que no sea ya capaz de encontrarlos.

...

Rigel...

Continúo siento tuya...

Siempre tuya...

...

Aún no te olvido. Aún no te borras. Aún te...

...

Amor...

Que triste recuerdo es aquel...

Rigel... ¿dónde estás ahora? ¿Qué estás haciendo?

Aún siento tu ausencia...

...

Rigel, tú... ¿eres feliz...?

lunes, 21 de octubre de 2013

Sin Aire


A veces miro el cielo, tan vasto e infinito, y siento a mi corazón latir con una fuerza casi indómita. Y entonces es cuando pienso en ti, preguntándome si este amor será para siempre, o si en cambio será solo el recuerdo hermoso de una quimera, un ensueño interminable. Y llego a la conclusión de que no me importa, pues te amo. Te amo a ti y a los momentos efímeros y eternos que vivo contigo. Te amo y sé que, aunque puedo vivir sin ti, no quiero hacerlo.

Si me pongo a pensar en ello, hay muchas cosas que podrían faltarme e incluso así sería capaz de seguir viviendo.

Podría vivir sin sol, sin lluvia y sin un suelo estable en el cual posar mis pies. Podría vivir sin objetos que me rodearan, sin ojos con los cuales mirar los tuyos y sin voz para definir de manera imperfecta esta manera en la que me haces sentir. Podría vivir sin esas cosas, e incluso podría vivir sin ti...

El problema es que no puedo vivir sin aire. Y tú eres aire. Y aunque quieres, aunque deseas dejar de respirar, no puedes hacerlo. No puedes vivir sin aire, sin luz, sin luna ni estrellas. Y vivir sin ti sería como vivir sin todo eso. Sin el aire que me dan tus besos, sin la luz de tu presencia, sin la luna cuando despertamos en medio de la noche, sin las estrellas de tu mirada.

No quiero vivir sin ti porque tú, Rigel, me has enseñado una nueva manera de vivir. Por primera vez alguien necesita de mi amor para sanar sus heridas. Y mi amor imperfecto y moribundo, aunque no es nada, parece significar tanto para ti.

Me gustaría poder ser tu aire, y tengo miedo cada vez que te miro... tengo miedo de pensar, de imaginar que tú si puedes vivir sin aire. Que si tú quisieras, podrías vivir sin mí.

Rigel, tal vez no te hayas dado cuenta todavía, pero debo decirte, necesito aclararte que esta estrella se apaga cada día un poco más. Yo no tengo planetas que orbiten a mi alrededor, no como tú. Y a veces quiero odiarte pues yo sabía vivir sin aire, yo sabía vivir sin ti, pero ahora no sé hacerlo más. No sé, no recuerdo qué se siente cerrar los ojos y sentirme bien abrazándome a mí misma en este vacío oscuro que es el universo. Y ahora que te tengo, ahora que me atrapaste ya no sé, ya no puedo.

No quiero vivir sin ti, Rigel.

Llámame estúpida, tonta, torpe, ingenua e irracional. Llámame todo lo que quieras, incluso cuando yo solo quiera que me llamaras por mi nombre. Llámame, solo hazlo, sabes que acudiré. En sueños, en sombras, en el mismo aire que respiras, incluso aunque no lo sea. Incluso aunque no sea nada para ti, estaré como tu todo.

Sé que solo soy una estrella que se apaga, sé que no tengo nada que ofrecer más que este brillo que se apaga un poco cada momento que pasa. Sé que mis palabras son atropelladas, quizá demasiado cargadas y desesperadas. Pero maldición, Rigel... estas palabras no pueden ser de otra manera porque esta es la única forma que conozco de amar. Amar como una tonta desesperada de tu afecto, esperando un abrazo sanador mientras me regresas la vida con tu aire, con ese aire que tú tienes y que a mí me falta.

Solo sé amar de esta manera, mi querido Rigel. Loca, desquiciada, quizá apasionada. Pero este es mi amor. Y si en realidad no es amor, créeme que es lo mejor que tengo. Es todo lo que tengo.

Eres mi aire en este universo sin oxígeno. Eres la vida que me faltaba y que ahora no sé si me sobra o no me alcanza para estar contigo para siempre.

Y si es un sueño de estrellas que se consumen en implosiones y supernovas, sinceramente no quiero saberlo. Porque lo único que necesito saber para mantenerme cuerda es que allá, desde el lugar en el que te encuentras, me miras. Y eso significa que te importo. Y eso es todo lo que necesito para obligarme a brillar y que me notes para que, de cierta forma, puedas llegar a amarme. Y no puedo dejar de pensar que vivir sin ti, ahora que te conozco, sería como tratar de vivir sin aire.

No puedo vivir sin aire. Y no puedo vivir sin ti.

lunes, 14 de octubre de 2013

Encuentro II

[El hombre sabio y la chica del lápiz]



Recuerdo que cuando le conocí, cuando te conocí, solo pude pensar con horrible vergüenza una cosa: Que eras el hombre más triste y desdichado que había conocido jamás, y que probablemente ninguna tristeza se compararía en el mundo a tu tristeza y a tu dolor.

Tu historia, cuando me enteré de ella, me hizo sentir como una niña escondida, refugiada entre los brazos de su padre, buscando una respuesta a cosas, a preguntas que no entiende porque, en el fondo, tiene demasiado miedo para entender. Porque se siente, me sentía dañada y frágil. Y tú penetraste en esa fragilidad, inmovilizaste mis ojos con los tuyos y me hiciste que ver que tenía mucho, mucho camino por recorrer.

Aquel día había buen tiempo, pero estaba helando rápido. Era casi como una premonición extraña. Yo siquiera soy capaz de recordar muy bien lo que estaba haciendo antes de comenzar a sentir tu presencia, antes de decidirme a hablar contigo porque sentía, en el fondo de mi alma, que si no lo hacía, simplemente te perderías, así como yo ya me había perdido.

Nos presentamos y la conversación fluyó suavemente. Reí y dije muchas tonterías, ¿lo recuerdas? Creo que estaba un poco nerviosa. Bueno, eres mayor que yo, y sabio, ciertamente lo eres, pero estabas perdiendo esa sabiduría por culpa del sopor de tantos años dormido, por culpa de ese sentimiento de querer regresar a dormir porque sientes que no puedes ver que la persona que amabas, aquella que no pudiste abrazar por más tiempo, no está contigo para apaciguar ese sentimiento de terrible vacío y soledad.

Creo que por eso, porque nos entendíamos, nos hicimos tan cercanos.

Lentamente, casi como los pasos temblorosos de un niño, las cosas comenzaron a fluir. Era como una corriente suave y cálida. Me gustaba cuando comenzabas a hablar de historia y yo te miraba, escondida detrás de mis páginas y mis libros etereos, esperando siempre por un poco más de tu sabiduría. Sabes muchas cosas, te envidio por eso. Pero tranquilo, es una envidia sana, no te preocupes.

Recuerdo que una noche, mientras estábamos escondidos en un rincón como dos prófugos escapando de los polizontes, me acurruqué contra tu costado y lloré. Ni siquiera sé porqué comencé a llorar, solo recuerdo que de pronto sentía un nudo firme en la garganta y comencé a sollozar como una tonta, temblando por no sé qué cosa. Tal vez por los recuerdos, que comenzaban a ser ya demasiado insoportables.

—Tienes que soltarlo —me dijiste, rodeando mis hombros en un abrazo, acercándome a tu pecho—. No es sano para ti el vivir de esta manera, pequeña.

Miento, ahora soy capaz de recordar -o puede que nunca lo haya olvidado-, el motivo de mi llanto. Y fui muy mala contigo, realmente hiriente. Lamento el haberte dicho aquellas cosas...

—¿Y qué hay de ti? —bramé llorosa, con el nudo firmemente cortándome las palabras— Tú no quieres dejarla ir, ¿por qué conmigo debe ser diferente?

—Porque yo estoy viejo, y a perro viejo no se le enseñan trucos nuevos —dijiste llanamente, como si hablaras del clima. Oh, lamento el haberte dicho algo tan cruel, en serio lo lamento—. A ti te queda tanto por delante, tanto camino. Tal vez solo no era para ti, y no puedes martirizarte por eso.

Tenías razón en una cosa. Me estaba martirizando. Con el tiempo me había vuelto estúpida y masoquista, sintiendo que no podría ser ni sentir más que aquel profundo dolor que me envolvía y que tú, de aquella desquiciante manera paternal, querías comenzar a sacudir lejos de mí. Y ahora, solo ahora que ha pasado tiempo, soy capaz de verlo.

Recuerdo que luego de eso me sentaste en tu regazo, de la misma manera que solía hacer mi padre. Recuerdo que tomaste el lápiz con el cual sujetaba mi cabello de aquella estrafalaria manera y lo sacaste, dejando caer en cascada la mata enmarañada. Acariciaste mis mejillas con la punta del lápiz, como dibujando un mapa de mis lágrimas. Y me mirabas profundamente, tanto que era imposible el no mirarte, el no perderme de esa manera. No podía ser capaz de advertir que me estabas atrapando, pero creo que de haberlo sabido, tampoco te hubiera detenido.

Tú sí entiendes, Javier.

—¿Quieres hacer algo, pequeña? —dijiste al fin, cuando fui capaz de dejar de sollozar.

Me encogí de hombros, sin saber muy bien qué decir. Pero luego, actuando -para variar- por inercia, tomé el lápiz de entre tus dedos y comencé a escribir en la muralla tras de ti. Palabra por palabra, todo de manera inconexa. Escribí sobre el dolor, sobre la tristeza, sobre la soledad, sobre un violín, sobre historia y geografía, sobre lo que me estabas enseñando. Escribí sobre tus ojos y sobre los míos, sobre tu sabiduría y sobre el lápiz mismo con el que escribía en ese momento. Dejé salir todo hasta sentirme vacía y cansada, sin haberme dado cuenta siquiera en ese momento que a veces lágrimas mudas se deslizaban otra vez por mis mejillas y que tú, paciente y cariñoso, las secabas casi con devoción.

Realmente soy muy torpe, ¿o no? Pero creo que tú tampoco sabías muy bien lo que estaba sucediendo. ¿Lo sabías? Dímelo, por favor. Tampoco es algo que sea capaz de preguntarte directamente, sabes que soy muy tímida.

Y bueno... luego de aquello, nos hicimos casi inseparables. Soportabas mis tonterías y niñerías, aún lo haces. Soportabas mis berrinches con una sonrisa, espero no ser demasiado torpe como para que te saque de quicio y quieras apartarte de mí.

Me quieres, o eso espero. Y yo te quiero desde aquel momento en que nos conocimos, sin saberlo, siendo completamente ignorante de que nuestros caminos estaban destinados a cruzarse, nos gustase o no.

Y aún ahora, cuando estamos prontos a estar tan lejos, cuando comienzo a mirar los minutos como si fueran segundos, preguntándome en qué momento llegarán... pienso en ti, en esas caricias tranquilizadoras. Pienso en tu silueta mirándome, sentado sobre el escritorio junto a las pantallas con tu sonrisa arrebatadora y con ese brillo de renovada felicidad en tus ojos. Y me pregunto si alguna vez seré capaz de no sonrojarme ante tu recuerdo. Si seré capaz de dejar de mirar por la ventana, suspirando mientras espero verte llegar. Si podré escribir una palabra, un verso, una página, un cuento o un libro entero sin pensar en que me estarás mirando, pujando por saber qué es lo que el lápiz dice al rasgar el papel.

Y me pregunto si un día me cansaré de tu sabiduría...

Pero si me dejas decirte algo... Lo dudo. Pero silencio, no le digas a nadie.

Es un secreto...

Es nuestro secreto.

martes, 8 de octubre de 2013

Encuentro I


[Drew & Marie]

Recuerdo que cuando te conocí, inmediatamente pensé tres cosas:

Primero; que tenías la mirada más sincera y a la vez más triste que había visto jamás en mi vida.

Segundo; que eras realmente, realmente gracioso. Sencillamente poseías -y aún posees- un sentido del humor único.

Tercero; que me encantaría poderte abrazar y no soltarte nunca, jamás.

Recuerdo que cuando escuché tu nombre, pensé que era el nombre más bonito del mundo: Drew. Por alguna razón sabía a miel y se sentía en verdad real. Perfectamente real.

La primera vez que te vi, fue en la distancia. Una distancia grande, grande como un universo, casi infinita. Hablabas con quien es como mi gemela -nos parecemos mucho incluso al no tener la misma sangre-. Y ella te hacía reír y sonreír, y yo sentía unos celos irracionales porque pensé en que me gustaría ser yo quien hiciera brillar tus ojos de esa manera.

Ustedes eran amigos, y yo también quería ser tu amiga.

Esa madrugada, la madrugada misma en que te vi por primera vez, me acerqué a Bri en silencio, cautelosa y nerviosa. Recuerdo aquella conversación como si estuviera sucediendo todavía.

—Bri... —la llamé. Ella me miró por sobre sus anteojos y dejó a un lado los papeles en los cuales trabajaba— ¿Con... con quién estabas... hoy en la tarde...?

—¿En la tarde? —Bri me miró, calmada y sinceramente, pensativa.

—Sí. Estabas con un chico, alto y moreno —describí, sintiendo las mejillas arder.

—¡Ah! Te refieres a Drew —esta vez, una amplia sonrisa se extendió por su rostro aniñado e infantil, lo cual la hacía lucir incluso más joven.

—¿Se llama Drew...?

Recuerdo que mi corazón se saltó un latido completo, antes de comenzar a golpear dentro de mi pecho con mucha, muchísima fuerza. Bri me miró solemne, casi ceremoniosa, siempre sonriendo como solo ella sabe hacerlo, con una afabilidad innata.

De alguna manera, hablamos durante horas sobre ti. Incluso ante ese extraño temor, incluso ante todo, estaba ávida, deseosa de conocerte. Y supe tanto de ti esa madrugada, que luego solo quería tenerte frente a mí y conocerte, y que tú me conocieras. Pero estaba esa situación, ese temor al rechazo que siempre me ha dominado.

—¿Quieres que los presente? —dijo de pronto Bri, haciéndome regresar los pies a la tierra.

Mi corazón dio un vuelco y mis manos temblaron casi imparables, totalmente dominadas por los nervios.

—No —dije bruscamente. Bri se sorprendió ante mi respuesta—. No vamos a repetir lo de la última vez, Bri. No.

Ella se quedó mirando a la nada, pensativa. Y de pronto, rápida como una estrella fugaz, sus ojos se llenaron con el brillo de las estrellas, y pude verme reflejada en sus ojos que, con certeza, en ese momento estoy segura, se parecían a los míos. Ella se parecía a mí, y yo a ella.

—Esto es lo que vamos a hacer —palmeó el asiento a su lado con otra reluciente sonrisa y yo me senté allí, a la escucha.



Realmente ese plan era una locura, lo era. Una locura de pies a cabeza. Pero, en cierto modo, esperaba anhelante que funcionara.

Cuando apareciste caminando, manos en los bolsillos y mirada perdida, distraída, mi corazón volvió a detenerse en menos de veinticuatro horas. Y lo más difícil, recuerdo, de ese momento, fue cuando te acercaste hacia donde yo estaba y me besaste en la mejilla, una sonrisa quedamente instalándose tranquila en tus labios esculpidos.

No puedo hacer esto, no puedo, me va a descubrir. Ese fue mi pensamiento desesperado cuando te quedaste contemplándome durante un segundo completo más de lo que se debería mirar a una persona. Tu mirada ónice reflejaba una pequeña pizca de duda y sonreí, tratando de parecer normal. Tratando de parecer Bri. Y cuando sonreíste de vuelta, sentándote a mi lado, sentí que todo iba a ser complicado y sencillo al mismo tiempo.

—Hola, Drew —saludé tímidamente, pero al mismo tiempo de manera animada. La sonrisa permaneció en mis labios tanto tiempo, tan amplia, que pensé que debía verse bastante falsa.

—Hola, Bri —saludaste de vuelta, mirando el sombrero que tapaba bastante de mi mirada—. Lindo sombrero. ¿Te molesta el sol?

Sonreíste y yo, sin saber cómo ni porqué, lancé una estridente carcajada. No había sol, más bien estaba bastante oscuro pues estaba anocheciendo y las luces de las calles comenzaban a encenderse de manera casi casual.

Hablamos durante horas y horas, a veces de manera tímida y otras veces bastante más animados. Pero hablamos. Y acordamos vernos la noche siguiente.

Y luego de muchos, muchos encuentros, eras tan, tan adictivo para mí, que me desesperaba el hecho de que un día pudieras descubrir la verdad y terminaras odiándome.

Recuerdo aquel día en el cual saliste con Bri, con la verdadera Bri, tu amiga Bri. Iban todos en grupo y yo, como una espía, los miraba desde la distancia. Me asombraba la popularidad que Bri conseguía solo con esa sonrisa radiante y a la vez tímida, me asombraba el hecho de verla y no poder entender la razón por la que a mí me resultaba tan complicado ser natural mientras que a ella... bueno, le salía todo natural.

En un momento ustedes se quedaron atrás del grupo, hablando en susurros. Bri te miraba seriamente, casi compasiva, y tú tenías esa mirada de hombre desesperado. ¡Oh, cuánto quise, cuánto anhelé el poder correr en tu dirección y refugiarte en mis brazos, para que nada ni nadie te hiciera sentir de esa manera!

Aquella noche, Bri me dijo que tenías el corazón destrozado. Ella lo expresó de esa manera y yo, profundamente, dolorosamente, sentí como mi corazón se rompía al enterarse de tu sufrimiento.

Y esa misma noche me propuse a mí misma ser quien reparase y cuidase tu corazón. Y no me importó lo más mínimo a quien tuviese que sacar del camino para poder conseguirlo.

Soy bastante egoísta, lo sé.

Y aunque soy egoísta, yo... Te amo, Drew.

lunes, 2 de septiembre de 2013

Promesas

Advertencia: esto es sólo una catarsis más, está dirigida a una persona en especial y lo que saldrá de mis dedos -y que ustedes leerán- será incluso más de lo que estoy dispuesta a decir por mucho tiempo. Por eso uso este medio como último recurso. Por primera vez este espacio no es el primer recurso, sino que es el último. Si continúan de este punto, es su responsabilidad. Algunos verán palabras que no les gustarán, pero me importa un carajo. Esta es la única forma que tengo ahora de decirle a algo a Alguien importante para mí con la ingenua, estúpida esperanza de que aún se pasee por estos lados. Y eso. Lean bajo su propio riesgo.


Querido A:

Escribo estas palabras dirigidas por primera vez hacia ti.

Fui muy egoísta, siempre lo fui, siempre lo he sido, lo sabes. Y tengo tantas cosas atoradas que no sé por dónde comenzar. He estado planeando este momento por mucho, muchísimo tiempo y por fin estoy explotando de esta manera. Y lo detesto, lo odio, es vulgar y me estoy arrepintiendo. Pero continuaré porque necesito decirte estas cosas, escribirlas e imaginar que estás en algún lugar, leyendo, pensando en mí aunque sea solo para odiarme.

Merezco que me aborrezcas, lo merezco en verdad.

Recuerdo el día que te conocí, ¿lo recuerdas tú? Acá era un día lindo, soleado, hacía un calor horrible en realidad, y era por la tarde. Temprano por la tarde, lo sé, pero no recuerdo la hora exactamente. Solo recuerdo que el día era bonito y que me pasé dos horas riéndome como loca luego de que agarráramos confianza.

F. nos presentó, ¿te acuerdas? Yo lo recuerdo como si acabase de suceder. Estabas con L. y yo llegué con F. y nos presentaron. Y hablamos durante tantos, tantos minutos que la hora se me pasó volando. Y me hicieron reír como no había reído en meses y tomamos nosotros dos una confianza casi confidencial, como pactada secretamente. Y con ese mismo pacto mudo comenzamos a hablar más, y más, y más, hasta llegar a un punto en el que me costaba pasar el día sin saber de ti.

¿Te cuento un secreto? (...) Aún me cuesta.

Con el tiempo la confianza creció hasta transformarse en casi una necesidad del otro. Una necesidad de cariño, de cercanía, de calor y comprensión. Ya no solo hablábamos de música y de temas relativamente triviales, no. Comenzamos a hablar de nuestras vidas, de lo que nos gustaba hacer en el tiempo libre, de miles de cosas. Comenzaron a aparecer los seudónimos cariñosos, los apelativos irreales e incoherentes pero adorables que me dejaban una sonrisa atontada bailando en los labios. Comenzamos a llorar juntos, también. A sentir el dolor del otro como propio. Comenzamos a necesitarnos de manera más profunda, más especial. Pero siempre que uno se sentía mal, miserable, triste y desdichado estaba el otro allí, aferrándolo, sujetándolo y esperando para volver a sonreír.

He de admitir que estuviste más tú para mí que yo para ti. Y eso me llena de asco hacia mí misma, de asco y de vergüenza ante mis actos asquerosamente desagradables y egoístas.

¿Recuerdas la conexión, A.? ¿Recuerdas las múltiples promesas que nos hicimos?

Te prometí llevarte siempre en mi corazón, y lo hago. Cada día miro al cielo cubierto de estrellas, suspiro y elevo una petición por ti, por tu seguridad, por tu bienestar, por tus sonrisas. Y te extraño, maldita sea, te extraño. He tratado de sacarte de mi corazón y de mi alma pero esta maldita promesa que te hice me lo impide aún cuando sé que yo no soy nada ya para ti. Y duele tanto el haber pasado de ser “tu ternurita” a ser “esa que me rompió el corazón”. Esa.

Mierda que duele el pensamiento... la emoción. Duele como el infierno...

Te extraño, A. Sigo siendo egoísta porque te extraño, te necesito, y aún sabiendo que no merezco ni un solo segundo de tu atención, sigo tratando de encontrarte sin resultado alguno. Y me preocupo y me frustro, y grito y lloro, y maldigo hasta desgarrarme la garganta, hasta quedarme sin maldiciones, sin voz y sin reproches. Pero mierda, A., ¡te necesito! ¡Con un demonio que te necesito! Necesito que me aferres de esa manera que solo tú sabías hacer, que lo hagas y me sostengas porque yo siento que ya no puedo más. Y cuesta, porque también te prometí que sería fuerte y que siempre sonreiría, pero las sonrisas se me acaban y ya no sé de dónde sacar más. Las sonrisas se me apagan y la esperanza ya no me alcanza. ¡No me alcanza!

Recuerdo el día de la despedida con tanto dolor, tanto que me mata cada día. Porque siempre cuando abro los ojos recuerdo el día que nos conocimos y el último pensamiento que tengo antes de cerrarlos y acabar mi día es ese momento en el que te destrocé de todas las maneras posibles. Y me siento basura cuando lo recuerdo. Llevo cuánto, ¿dos años?... sí, más o menos eso... Todo ese tiempo sintiéndome como una completa basura. Sucia, podrida, asquerosa.

Era mediodía, ¿recuerdas? Era mediodía y estaba harta, cansada, destrozada. Y te arrastré a ti, ¡a ti precisamente en mi desastre y en mi caos! Te llevé a la destrucción, te asesiné y no me detuve a pensar en todo el daño que te estaba haciendo. No lo pensé, nunca pienso nada. Soy imbécil y torpe. Soy una idiota.

Ese día lloraste, A. Y yo también lloré. Lloramos hasta quedarnos secos e incluso cuando dejamos de hablar, cuando te dije adiós continué llorando hasta que me quedé sin fuerzas. Y al día siguiente de ese seguí llorando. Y al siguiente seguí. Y no paré de llorar por tantos días que ahora, reviviendo esos momentos, el dolor se me hace agonizante.

Soy estúpida de verdad, ¿cierto? No te valoré lo suficiente en ese momento, debí haberlo hecho. Debí quedarme, lo sé, debí hacerlo porque sino no estaría sintiendo este dolor destructivo. ¡Pero soy masoquista! Soy masoquista porque este dolor me hace sentirte de alguna manera. Porque ya no puedo recordar con claridad los momentos lindos que pasamos hablando durante horas, hablando y jugando, porque estas nubes de tormenta emborronan en una mancha gris todo el cielo claro que una vez pintaste con tanta dedicación para mí.

Fui una maldita desgraciada, una malagradecida con todo el afecto y el calor que me diste durante meses. Todo eso me importó un carajo y llevo tanto, tanto tiempo buscando la forma de remediarlo. ¡Si hasta me hice un maldito Facebook con la intención oculta de encontrarte otra vez y poder hablarnos! Esperando poder pedirte disculpas, rogarte así fuera de rodillas para que me perdonaras, para que aceptaras mi amistad de regreso aunque fuera. O por lo menos un saludo. Un saludo cada día me bastaría. Una pregunta una vez a la semana me bastaría. Escucharte reír otra vez me bastaría.

Saber que estás bien aunque fuera por un tercero... me bastaría...

Lo siento. Sé que una disculpa no arregla una mierda de todo lo que te hice, pero lo siento. Y... y aunque duele... aunque no quiero hacer esto creo que...

Creo que ya es hora de soltarte...

El solo pensamiento me aterra, maldición. Me aterra y me duele, y me deja confundida y perdida sin poder ver bien el camino. Pero creo que si te suelto, si suelto tu recuerdo, si lo dejo ir tú... ¿estarás mejor? Quiero que estés bien, A. Te quiero bien y feliz, es lo único que he querido todos estos eternos meses que han pasado con la ausencia de ti en mi vida.

Porque marcaste un antes y un después. Pocos han logrado eso en mí...

Lo siento por no merecer nada de lo que me diste y de lo que me pudiste haber dado. Lo lamento en serio.

Lamento no haber podido darte lo que necesitabas, lo que querías, lo que anhelabas. Lo hubiera hecho, en serio, ¡en serio! Pero hay cosas que... hay cosas que simplemente no puedo definir. Hay cosas que aún no puedo ni quiero soltar. Hay cosas que debo hacer, miles de ellas, aunque no quiera.

Me hubiera gustado explicarte todo, A. Estoy segura, segurísima que hubieras entendido, que hubieras comprendido y me hubieras dicho que todo estaría bien. O tal vez no estoy tan segura, pero me gusta imaginar ese final para nosotros. Juntos pero separados. “Distantemente juntos”, como dijo Cortázar.

Te quiero, A. Tal vez no lo creas, estás en todo tu derecho, pero te quiero. Con alma, vida y corazón. Te quiero.

Hasta otra vida, pedacito de cielo. Hasta que en un nuevo amanecer donde no sepamos del pasado ni del futuro, podamos hablar sin tener el recuerdo doloroso de lo que te hice. Hasta ese momento te deseo lo mejor de la vida, lo mejor que el universo te pueda entregar. Siempre lo mejor.

Y aunque no lo sepas, aunque no lo creas... Estoy siempre, siempre estaré.

Con amor,

Tu ternurita.