Quienes me inspiran a seguir

sábado, 24 de noviembre de 2012

Ojos Grises



Despertó sobresaltada, con el corazón latiéndole a mil por segundo y con un desagradable sudor frio cubriendo todo su cuerpo. Miró a su alrededor, notando la penumbra que envolvía la habitación antes de mirar el reloj de su mesita de noche que marcaba las dos de la madrugada. Había dormido demasiado y eso era inaceptable.

Se levantó de la cama, tomó la taza de café que ahora estaba frio y se dirigió a la cocina bebiendo a largos tragos el café amargo. Encendió la luz de la cocina, dejó la taza en el fregadero y se encaminó al baño, donde se lavó la cara y mojó su cabello sin siquiera mirarse al espejo. Luego cruzó el pasillo y abrió la puerta de la habitación de su hermana menor, notándola dormida sobre las mantas con el teléfono en la mano y una sonrisa en el rostro. Suspiró. Cassandra jamás aprendería. Entró en la habitación, dejó el teléfono sobre la mesita de noche y tapó a su hermana con cuidado antes de salir de la estancia de manera sigilosa, cerrando la puerta tras de sí.

Volvió a su habitación, tomó los lentes y regresó a la sala, sentándose frente en la mesa y volviendo a observar los documentos que debía organizar antes de pasarlos en un documento al ordenador y hacerlos llegar nuevamente a la empresa.

Mientras trabajaba, su mente no podía dejar de pensar en él. Y lo odiaba, pues no quería recordarlo, no quería tenerlo en su cabeza y deseaba fervientemente arrancarlo de su corazón. Pero jamás podía, jamás lo lograba y se odiaba incluso más por eso. Habían pasado años desde aquellos incidentes y él no la recordaba, había rehecho su vida vetándola de todos sus recuerdos y la cortejaba como si fuese una desconocida. Maldito bastardo. Le había hecho tanto daño y el muy desgraciado ni siquiera lo recordaba.

Se levantó encendiendo un cigarrillo y fue a la cocina, preparándose el café incluso más cargado de lo normal, agregándole solo por gusto un chorrito de whisky. Su médico se lo había advertido, si seguía así tendría una úlcera que ni Dios le iba a quitar de encima, pero no le importaba. Le gustaba el café, no podía vivir sin sus dos litros diarios y no lo iba a dejar solo porque un anciano sabelotodo se lo dijera. Su rutina había funcionado por años y estaba segura que continuaría así. Regresó a la mesa, encendió el ordenador y bebió café a sorbos mientras fumaba.

Aún no entendía por qué él no dejaba de molestarla, se suponía que tenía novia y Rebecca no estaba dispuesta a ser su segunda opción. No de nuevo. Ni de él ni de nadie. Los hombres ya habían jugado lo suficiente con ella y ya había aprendido la lección, estaba muy bien cómo eran las cosas en ese momento, no necesitaba cambios en su vida. No necesitaba que pusieran su mundo de cabeza de nuevo cuando lo tenía todo bajo control.

De manera masoquista, Rebecca abrió un archivo oculto de su ordenador y observó todo lo que allí había. Poemas, cuentos, “cartas” románticas, fotografías… Mil recuerdos de esos meses que estuvieron juntos antes que la tormenta se desatara en esos ojos grises. Había sido tan idiota al pensar que él cambiaría definitivamente a su ex novia por alguien como ella. Eso no pasaba en la vida real. En la vida real los hombres eran unos cabrones que hacían lo que les venía en gana, que se cogían a cualquiera con tal de mantener las cosas en su lugar.

Había sido realmente estúpida al pensar que esos ojos grises serían sinceros con ella. Y lo peor de todo es que estaba segura que sería capaz de cometer el mismo error dos veces si no lo vetaba de su vida de una buena vez y para siempre.

—Mierda… —gruñó, cerrando todo y apagando el ordenador— No puedo trabajar así…

Apagó el cigarrillo en el cenicero, asesinó el resto de su café de un trago y se encerró en el baño, dándose una corta ducha rápida antes de vestirse y salir del departamento con las llaves y los cigarrillos en el bolsillo. El cabello mojado se le pegó al cuello y a las mejillas, pero no le importó. Cuando salió del edificio una brisa gélida le acarició los brazos desnudos y, encendiendo un cigarrillo, comenzó la caminata.

No sabía hacia dónde se dirigía, solo sabía que quería estar lo más lejos posible de él y de todo lo que le recordara a él. Aunque era imposible. El departamento, las calles, la noche, el invierno… Todo era un recuerdo constante que odiaba con toda su podrida e intoxicada alma. Pero seguía odiándose más a sí misma que a él. Por alguna razón, siempre encontraba fundamentos para excusarlo, cosa estúpida si le odiaba tanto.

Caminó por largos minutos sin dirección alguna, encendiendo un nuevo cigarrillo siempre que el anterior se consumía por completo. El aire frio de la madrugada le sentaba bien a sus músculos aunque estaba consciente que su piel necesitaba un poco de vitamina D pues el color que estaba adoptando rallaba en lo insano, casi cadavérico. Las ojeras se hacían presentes bajo sus ojos, aunque nunca le había importado lo más mínimo su apariencia. Cassandra era la atractiva, ella era… La hermana mayor trabajadora. O algo así. No que se quejara, le gustaba ser una sombra y quizás por eso solo salía de noche a estirar las piernas y tomar un poco de aire.

Llegó al parque y se sentó en una banca, escuchando el susurro de la brisa fría entre los árboles, el sonido de los pocos automóviles que pasaban a esa hora y observando el cielo que apenas se notaba estrellado en una ciudad donde había más luz artificial que natural. Estaba tan acostumbrada a la soledad… Que era como si ahora fuese una persona viva y fuese, a su vez, su mejor amiga. Sonrió ante ese pensamiento tan idiota.

—Pero que milagro…

Rebecca volteó sentada en la banca y sus ojos marrón oscuro se encontraron con unos grises risueños. Sentía que tenía la boca patéticamente abierta, que estaba quedando como estúpida y que debía hacer algo para detener esa situación. Se llevó el cigarrillo a los labios, dándole una profunda calada antes de levantarse.

—Que placer más repugnante —ella arrojó la colilla al suelo y la aplastó con saña. La sonrisa de él se amplió—. ¿No te bastó con arruinarme la tarde, ahora quieres arruinarme la noche?

—Lo que pasa es que me atraes con un magnetismo casi animal —dijo él, dirigiéndole una mirada tipo escáner a Rebecca, de esas que tanto le molestaba—. En serio, Becca, ser tan bonita debería ser ilegal…

— ¡Eres imposible! —gritó ella, volteándose para irse a su departamento lo más rápido posible.

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