Quienes me inspiran a seguir

viernes, 11 de marzo de 2011

Salir de la prisión




Alzó su mano y temí que doliera como había dolido otras veces, pero aún así me planté firme, mirándolo con mis ojos color chocolate con toda la decisión y desafío que mi corazón congelado guardaba desde hace años. Sus ojos negros, imperturbables me traspasaron el alma como cuchillas afiladas y temblé de pies a cabeza antes de apretar los puños para darme valentía y tratando de que mi voz no saliera tan temblorosa y asustada de como estaba en ese momento.

-¡Adelante! -gemí en un grito ahogado, sintiendo como las lágrimas se agolpaban en mis ojos rojos de tanto llorar los días anteriores- ¡Golpeame como siempre lo haces!

Su mano pareció dudar un segundo antes de estrellarse contra mi mejilla, haciéndome voltear el rostro y apretar los ojos, llevando mis manos de manera instintiva a mi mejilla dolorida y sonrojada. Un hilo de sangre saliendo de la comisura de los labios marchitos que antes besaban a ese Dios maltratador. Contuve las lágrimas antes de mirarlo otra vez, la misma mirada desafiante que esta vez pareció acobardarlo un poco.

-¡Deja de mirarme así! -me gritó con toda la fuerza que sus pulmones contenían, rojo de ira, de cólera ante mi desobediencia.

-No, esto se acaba hoy -suspiré, irguiéndome para parecer más fuerte-. No voy a soportar más esto, no lo voy a hacer más...

Se arrojó al suelo, a mis pies y yo temblé como estúpida ante su imagen destrozada, sus manos aferrándose a mi cintura mientras su rostro se acunaba en mi vientre. Lo dejé aferrarse a mi como un náufrago se aferra a su salvavidas, con fuerza, con miedo, con emociones de muerte contenida.

-No me dejes... -gimió de manera casi inaudible, aferrándose más a mi- Te necesito... Te amo...

-No me necesitas -contradije acariciando sus cabellos oscuros como una madre que disculpa a su hijo por insultarla, con cuidado y dejando en ese toque la última gota del amor que una vez le tuve-. Y no me amas... Si me amaras no me golpearías...

-¡Perdóname! -gritó aferrándose más contra mi vientre, vientre que una vez había contenido un hijo suyo, un hijo que había muerto por su propia mano, por sus propios golpes, por su propio amor que es como el acero.

-Te perdono -susurré alejándome de él y perdiéndome en esos ojos negros que ahora me miraban buscando compasión. Mi alma terminó de hacerse cenizas cuando mi voz tembló-, pero ya no te amo...

Pensé que me golpearía otra vez, pero solo trató de acercarse a mi, temblando de pies a cabeza tanto o más de lo que yo temblaba. Volví a alejarme suavemente hacia atrás, caminando hacia la habitación sin darle la espalda y calculando los pasos que me faltaban para llegar a mi maleta que yacía llena junto a la cama matrimonial que nos había visto ser feliz antes de caer en la inminente desdicha sin motivos. Tomé el asa de la maleta y tiré de ella con todas mis fuerzas, comenzando a caminar hacia la puerta de salida de mi cárcel, huyendo luego de dos años de mi carcelero, que lloraba mirándome, pidiendo piedad con sus ojos vacíos y sin brillo. Tomé el pomo de la puerta y voltee a mirarlo en el suelo, donde antes me había abrazado para que no me fuera. Abrí la puerta y mi falda ondeó graciosamente ante el viento que se coló por el portal abierto, un viento que me supo a libertad luego de tanto tiempo de ver como mecía las hojas de las copas de los árboles, deseando ser una de esas hojas para irme lejos pues mi alas de pajarito estaban más que rotas y ya no podían volar...

-No me dejes... -lo escuché gemir otra vez, tan cerca y a la vez tan lejos. Dejé que la última lágrima rodara por mi mejilla antes de voltearlo a ver, sonriente, con esa sonrisa que una vez me había dicho tanto le gustaba.

-Recuerda comer bien, ¿de acuerdo? -y salí cerrando la puerta tras de mi rápidamente.

Bajé los peldaños de la escalinata del recibidor lentamente, sintiendo como mis piernas comenzaban a tomar más fuerza a cada paso que daban, como mi cabeza antes agachada comenzaba a erguirse, sintiendo como mis miedos se esfumaban. Puse uno de mis pies en la acera y sentí libertad, una libertad de esas que te incitan a correr lejos porque eres indomable, porque eres un alma libre, sin cadenas ni ataduras... Solo tú y el viento corriendo en libertad...

Alcé mis manos al cielo, sintiendo como la calidez del sol me llenaba, colándose por cada poro de mi pálida piel y una lágrima de felicidad rodó por mi mejilla, perdiéndose en mi cuello, muriendo en mi piel libre. Y luego de tanto tiempo sin hacerlo, lo hice. Sonreí mirando la acera, los árboles, las personas, los automóviles, sonreí mirándolo todo. Había salido de la prisión, al fin lo había logrado, al fin había tenido el valor de hacerlo...

Y se sentía bien...

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