Quienes me inspiran a seguir

jueves, 6 de octubre de 2011

Perdón




— ¡Aléjate de mí! —gritó Edén, mirando con rabia al hombre frente a ella.

Aún no podía entender como ese sujeto se dignaba tocarla otra vez, después de todo el daño que le había hecho. No, eso no era justo, eso no era correcto, ¡eso no tenía pies ni cabeza! Se zafó de las manos del hombre, que sujetaban uno de sus brazos con insistencia y lo miró con sus ojos color chocolate destilando odio. Ese hombre se las pagaría todas juntas, todas juntas de una sola vez, y siquiera se inmutaría al verlo tendido en el pavimento, muerto o agonizante, no le interesaba. Lo importante era verlo mal, muy pero que muy mal.

—Edén, escúchame por favor —suplicó el hombre, rogándole también con sus oscuros ojos.

—No tengo nada que escuchar, Sebastián —gruñó ella, palpando sus bolsillos en busca de un cigarrillo—. ¿Acaso no te bastó con hacerme tanto daño antes? ¿Soy tu deporte favorito o qué? —interrogó con rencor, mirándolo fervientemente.

Sebastián, el hombre de los ojos negros se acercó otro paso a ella, cerrando la distancia y abrazándola con fuerza. Edén luchó, gritó, lo empujó y lo golpeó hasta que él no intentó volver a tocarla. Ahora no solo tenía rabia, sentía su orgullo herido también. ¿Cómo era capaz de tocarla sin sentir culpa? Se alejó otro paso de él y lo miró con todo el odio del mundo a los ojos mientras una de sus manos, de manera inconsciente, se detenía en su vientre plano, acariciándolo con suavidad mientras la otra le devolvía el milagrosamente entero cigarrillo a los labios. La nicotina mantenía a raya sus impulsos de ahorcarlo aún en ese mar de gente que los rodeaba.

—Edén… —la llamó él otra vez, y ella le dio una bofetada con las lágrimas rodando por sus mejillas.

—No te llevaré a ver la tumba de MI hijo —gruñó, alzando la voz unas cuantas octavas—. No quiero saber tampoco que fuiste a verla, no tienes ningún derecho, Dema no es nada tuyo.

—Soy su padre —susurró Sebastián, bajando la mirada.

—No, no lo eres, Dema no tiene más padre o madre que yo, ¿comprendes? —Edén estaba que no podía más, tenía los nervios destrozados, necesitaba ver a Ángel.

— ¿Qué puedo hacer para que me perdones? —consultó Sebastián, mirando con súplica a la chica frente a él, a esa chica que había cambiado tanto en dos años y medio.

—Deja que un auto te arrolle y si sales vivo yo misma te llevo a ver la tumba de mi hijo, mal nacido —ordenó Edén, señalando la calle por la que pasaban más automóviles de los habituales.

Y para sorpresa de Edén, Sebastián sonrió, cerró los ojos y pasó a su lado dando pasos seguros y tranquilos. Edén volteó con los ojos muy abiertos y vio, horrorizada, como el cuerpo de quien le había destrozado el alma salía despedido por los aires. Sebastián cayó al suelo con un crujido potente, aún con los ojos cerrados y sin siquiera haber hecho una mueca de dolor en aquellos eternos segundos de colisión. No que no hubiera tenido tiempo, Edén se había equivocado con él, otra vez. Sebastián sí estaba lo suficientemente loco y además dispuesto a hacer todo lo que ella le dijera para merecer su perdón. Y ella había sido una completa zorra con él.

Pudo escuchar gritos a su alrededor, muchos gritos, pero ella no tenía cabeza para eso. Escuchó a las ambulancias llegar, policía, todo eso que llegaba cuando de un accidente así se trataba y pudo escuchar también a los paramédicos decir que tenía la cabeza intacta pero las cervicales astilladas. Si despertaba sería suerte, si caminaba, un milagro. Edén se sintió como basura cuando las personas la señalaron como la persona que había estado con él y unos hombres, policías, le pidieron que los acompañara a dar una declaración sobre lo acontecido. Asintió media ida, pensando solo en una persona. Ángel…




— ¡Edén! —Ángel la abrazó con todas sus fuerzas apenas la vio salir de la estación. Su rostro estaba tan demacrado, tan ausente, estaba tan ida que apenas podía corresponderle el abrazo— ¡Dios, Edén! ¡Estaba tan preocupado!

Pero Edén no contestó, no dijo nada, solo se apretó contra él, sollozando quedamente mientras Ángel la subía en un taxi mientras llamaba por móvil a Mabel, advirtiéndole de lo que acababa de suceder.

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