Quienes me inspiran a seguir

domingo, 7 de agosto de 2011

Relatos Oscuros, Parte VI [Miedo]




-Mierda… -gemí agotada, con mi rostro enterrándose en el colchón de espinos que formaban el camino serpenteante.

Sentía las lágrimas agolparse en mis ojos, más apretando los puños sobre las espinas contuve el desaliento y las ganas de llorar, levantándome otra vez sin siquiera mirar lo desgarrada que estaba ya mi piel, culpa de las veces que había caído, luchando contra aquella colina encrespada. Aún podía escuchar la música que me perseguía, incansable, inagotable desde hacía un par de curvas y comenzaba a exasperarme no saber el lugar de procedencia de la macabra melodía. Inhalé profundamente, sintiendo el polvillo inmundo meterse en mi nariz y viajar hasta mis pulmones, bloqueando con su suciedad absurda mis vías respiratorias, hasta alojarse pesadamente en mis pulmones. Volví a correr.

-¿No le temes a morir desangrada? –inquirió una voz temblorosa.

Sabía que flotaba a mi lado, lo sabía, pero no quise mirar en su dirección. Fijé mi vista en las curvas de la subida, enterrando con fuerza mis pies en los espinos, buscando el mejor punto de apoyo para darle potencia a mis pasos. Apreté los puños a medida que avanzaba y me perdí en aquellos recuerdos distantes de la forma de Odio. Ella era mi objetivo, todo lo demás importaba relativamente poco.

Rebasé una de las rocas de descanso sin mirarla más de un segundo, con el detenimiento de un rayo y la resolución de una nube. Escuché su risa fúnebre en mi oído, su aliento frio chocando contra la piel de mi cuello, sus ojos taladrando mi perfil con su mirada penetrante. Sentí el estremecimiento recorrer mi cuerpo, ponerme la piel de gallina y gemí de dolor cuando, en mi desconcentración, mi pierna se enganchó con una traicionera rama hecha de espinos en forma de espiral, que se afianzó a mi carne como un gancho a la boca de un pez. Caí, poniendo los brazos frente a mi rostro, sintiendo más y más la carne abrirse. Gemí de dolor.

-¡Mierda! –grité, incorporándome un poco y mirando mi pierna.

La rama en forma de espiral, llena de espinas abrazaba mi pierna como una raíz en crecimiento, cortando más y más la piel y la carne, enterrándose más y más para, con sus surcos, hacerme sangrar. Ardía. En mi escrutinio vi aterrada como la piel de la pantorrilla comenzaba a desprenderse en tiras, cayendo al colchón de espinos que hacía de suelo, dejando al descubierto el músculo de mi pierna. Temblé.

-¿Estás asustada? –volvió a preguntar ella y esta vez no pude evitar su imagen.

Tenía la cabeza cubierta solo por una fina capa de pelusas oscuras, con el cabello cortado casi al ras. Sus ojos grises, brumosos como tormenta brillaban culpa de las lágrimas que pujaban por salir. Debajo de los ojos tenía una gruesa línea oscura de color púrpura, casi negro. Su piel sucia era de un color gris amarillento que parecía enferma. Miré sus manos, intimidada por su imagen y me encontré con que se había arrancado las uñas, pues solo se veía la piel arrugada donde antes debía estar el calcio endurecido en una fina capa.

-No –susurré alejando mi mirada de su cuerpo, volviéndola a mi pierna.

-Estás temblando –aseguró ella, flotando a escasa distancia de mí-. Tienes miedo igual que yo…

Alcé las manos a la altura de mi rostro, viendo los profundos cortes en las palmas, la sangre brillando sobre la piel sucia. Temblaban como si fuese gelatina en una superficie endeble que es azotada por un terremoto. Apreté las manos en puños un segundo antes de volver a mirar mi pierna, que sangraba profusamente.

-Silencio –ordené, concentrándome en lo que debía hacer.

Aferré con fuerza la rama que se unía a mi pierna en forma de espiral, comenzando a separar las espinas afiladas de la piel y la carne. Apreté los labios, mordiéndome el labio inferior para no gritar de dolor mientras los ganchos se separaban de mi extremidad, que sangraba más y más a cada segundo. Llegué desenrollando la rama espinosa hasta la parte de mi pierna que era solo músculo expuesto y tomé aire profundamente, reteniéndolo en mis pulmones, volviendo a aferrar mi labio inferior con los dientes. Sentí el sabor a óxido y sal en la boca, incluso fui capaz de olerlo mientras continuaba separando las espinas de mi pierna con dificultad. Cuando al fin pude liberar mi pierna la recogí contra mi cuerpo, aferrándome el músculo empapado de sangre entre mis manos adoloridas y llenas de espinas. Lloré.

-Creo que tendrás que cortarla –gimió ella, con su voz temblorosa e insegura llenándome por completo, haciéndome estremecer.

-Cállate –ordené, con mi voz igual de temblorosa que la de ella, aferrando mi extremidad entre mis manos ardientes.

-Necesitarás hielo y un serrucho –continuó ella, con lágrimas en los ojos nublados por la nada-. Va a doler mucho, aunque dolerá más si continuas caminando con ella en su estado.

-¡Cállate! –grité exasperada.

Si la cortaba tendría que llegar arrastrándome hasta el castillo, si no la cortaba llegaría con una pierna esquelética, o sea, arrastrándome de todas maneras. Me obligué a pensar en algo, dejando el murmullo ausente y despiadado de Miedo lo más lejos posible de mis ideas. Podía sentir la sangre cayendo entre mis manos, el músculo húmedo y latente entre mis dedos que trataban de retenerlo en su lugar. Abrí los ojos de pronto, soltando mi pierna rápidamente y desgarrando la sucia parte baja de la tela que cubría mi cuerpo. Era lo suficientemente gruesa para mantener las espinas lejos del músculo, aguantaría si lo hacía bien.

-¿No temes que el músculo se te salga? –preguntó Miedo con un escalofrío recorriendo su cuerpo flotante.

La ignoré, dándole vuelta tras vuelta a mi venda improvisada con una confianza que había comenzado a desaparecer apenas la había sentido a ella a mi espalda. Ignoré el sentimiento de vencedora que me embargó. En realidad ignoré cada sentimiento que quisiera tomar posesión de mí, ya que si quería hacer las cosas bien tendría que estar centrada, paciente y relajada, nada más que eso. Me levanté y di un paso cuidadoso con mi pierna izquierda, la vendada. No dolió tanto como pensé que dolería, por lo que retomé el paso como si nada hubiese pasado. Miedo no me seguía, lo supe pues no sentía el típico frio de su proximidad, por lo que voltee a mirarla. Lloraba, sin despegar sus grisáceos orbes de mi pierna herida.

-¿Vienes? –inquirí alzando mi mano en su dirección.

Ella dudó, flotando lentamente hacia mí, pero la tomó. Su piel era fría como hielo, pero suave como la seda. Entrelacé mis dedos con los suyos y volví a caminar con paso seguro, ahora viendo a mis pies como las ramas se retorcían por alguna extraña razón.

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