Quienes me inspiran a seguir

jueves, 11 de octubre de 2012

Cruda Realidad


Él había esperado ver de todo. De todo menos... Eso.

Allí, en esa amplia explanada selvática simulada, instalada a las afueras de la gran ciudad. Allí, en ese campo de entrenamiento en medio de la nada podía ver, hasta donde alcanzaba la vista -y en esto estaba exagerando, en realidad solo él lo notaba así- mujeres. Solo mujeres. Mujeres vistiendo uniformes de camuflaje, enmarcando sus graciosas curvas sinuosas no aptas para estar en un lugar así.

Tuvo que parpadear un par de veces para salir de su asombro, dirigiendo sus pasos al campo de tiro, lugar donde le habían indicado podría encontrar al Capitán. Según lo que le habían dicho, sería capaz de reconocerlo al instante, pues era una persona llamativa. Seguro no le resultaría difícil encontrar a un capitán, un hombre de rango entre tanta... Fémina.

Se equivocó.

Al llegar al campo de tiro solo logró ver a una pequeña mujer de largo cabello rojo que fumaba un cigarrillo sentada entre una caja de municiones y otra de explosivos. En sus finas, pequeñas y blancas manos tenía un libro abierto, y sobre el puente de la nariz reposaban unos enormes anteojos torcidos por el uso y desgastados por el tiempo. Se acercó a ella sin dudar, no permitiría que una mujer viciosa los volara a todos en pedazos hasta las trincheras enemigas.

—Disculpe señorita —dijo él, plantándose cuan largo era frente a la pequeña mujer—. Está prohibido fumar en esta área.

Ella levantó el rostro y lo observó pausadamente, cerrando el libro entre sus manos antes de darle una profunda calada al cigarrillo. Él apreció que la mujer tenía unos grandes ojos color chocolate, ojos que una vez pudieron ser dulces, pero que ahora estaban endurecidos por el dolor soportado, por las explosiones y los intercambios de balas.

—¿Y quién dice que está prohibido? —susurró ella, con una voz tan suave y seductora que a él se le puso la piel de gallina.

—El reglamento interno de la base —dijo él sin inmutarse, viendo como ella se levantaba del suelo, enfrentándolo—. Además, no creo que al Capitán le haga gracia que una irresponsable adicta a la nicotina esté fumando junto a explosivos, poniendo en riesgo la seguridad de cada persona en estas instalaciones.

—Dígame soldado... —comenzó ella, dejando el cigarrillo en sus labios al tiempo que se quitaba los anteojos— ¿Sabe usted leer? —él abrió la boca dispuesto a callar a esa altiva mujer, pero ella tomó la palabra rápidamente de nuevo— Yo creo que lo que tienes es ceguera, sin lugar a dudas —prosiguió ella, señalando su pecho—. ¿Qué ves aquí?

—El bordado de su nombre  —contestó él, por inercia casi, cuadrando la postura.

—¿Puedes hacer el favor de leerlo? —pidió ella, sonriendo.

—V. De Lellis —susurró el soldado, queriendo que la tierra se lo tragara.

—¿Y... Cómo se apellida el capitán? —inquirió de nueva cuenta, alzando una ceja.

—De Lellis...

En una situación normal, Vanessa hubiera reído. Pero esa no era ni de cerca ni de lejos una situación normal. Normalmente los nuevo tendían a confundirla con Francesco, la veterana de batallón, pues de las dos la más antigua era quien a primera vista parecía ser quien llevaba la batuta. Pero jamás nadie la había tratado así, intuyendo de buenas a primeras que en ese lugar había un capitán y no una capitana. Y eso no le gustaba lo más mínimo.

—Dime, soldado —prosiguió Vanessa al ver la postura cuadrada del hombre—. ¿Crees que una mujer no es lo suficientemente capaz para ser una líder en tiempos de guerra?

—¡No quise insinuar eso, señor! —exclamó de inmediato él, tragándose la rabia, la vergüenza y la humillación.

—Entonces... —Vanessa dio una vuelta alrededor de él, inspeccionándolo— ¿Por qué asumiste que aquí había un capitán? —inquirió, mirándolo de nuevo a los ojos— Sinceramente —agregó.

—Bueno... —él tragó saliva, reuniendo valor— No creo que las mujeres estén hechas para la guerra, señor.

—¡Eso es porque te crees un macho cabrío cuando en realidad no eres más que un zángano desvalido de mundo pequeño y cerebro diminuto! —soltó ella fuera de sí, tomando su arma y ofreciéndola al soldado— Anda, tómala. Mátame y has un mejor trabajo que yo.

—Con todo respeto... —comenzó a tartamudear él, sorprendido. Ella le cortó al vuelo.

—¿Sabes porqué no eres capaz de matarme? —inquirió ella, él negó con la cabeza— Porque eres débil, soldado. Porque eres blando y te enviaron a mí a ver si puedo cambiar eso. ¿Crees que soy el "sexo débil"? —él volvió a negar con la cabeza— Claro que no y me alegro que no lo creas. Te conviene. Allá afuera hay más mujeres, enemigas que no dudarán un solo segundo en dejarte cual queso mientras tú decides si hacer tu trabajo o no. Por eso nos contrataron, porque no somos lo que parecemos —Vanessa señaló a las mujeres que se congregaban a su alrededor—. Porque estas mujeres, este lado del "sexo débil" ya lo perdió todo, incluso su deseo de morir. Ellas han visto caer a sus padres, sus hermanos, sus hijos y amigos. Todas las personas que han amado han caído ante sus ojos. Y no hay peor cosa que enfrentarse a la ira y la venganza del corazón destrozado de una mujer. ¿Entiendes, soldado?

—¡Sí, señora! —susurró él, al borde de las lágrimas.

—¿Qué harás la próxima vez que veas a una mujer en uniforme aliado? —inquirió ella, ya más calmada.

—¡No dar nada por sentado, señora! —contestó él con voz fuerte, clara y firme.

—¿Y si lleva uniforme enemigo? —consultó de nuevo, alzando una ceja y escondiendo una sonrisa.

—¡Disparar primero y preguntar después, señora! —dijo el soldado, cada vez más confiado.

—Aún te falta mucho, Drake... —Vanessa volteó, dirigiéndose ahora a su gente— ¡Aquí no hay nada que ver, zorras chismosas! ¡A lo suyo antes que se me olvide que alguna vez les cuidé el trasero!

Y así fue como Christopher Drake conoció a su Capitana, Vanessa Aimé de Lellis...

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