Quienes me inspiran a seguir

miércoles, 29 de diciembre de 2010

Adiós, Dulcinea...


Se recogió el ondulado cabello en una cola de caballo, las hebras de cabello cayendo de manera decadente sobre su rostro, estilando a causa de la lluvia que no quería amainar. Acarició su cuello con dolor, dejando las marcas rojas que significaban el paso de sus uñas por la piel quemando a pesar del frío que crecía poco a poco en el ambiente. Aquel tiempo había sido tan bello y tan efímero que hasta le costaba recordar un poco...


Sonrió ampliamente y sin saber el inminente peligro que aquel acto significaba para su persona. La mujer frente a ella acomodó uno de esos preciosos caireles que la habían cautivado y le entregó su brazo, invitándola a caminar con ella. Se arrastraron por la calzada suavemente, como si fuesen neblina que se extiende en un fría tarde de otoño, las personas mirándolas con sus ojos indignos. Volvió a sonreír, su mano viajando por el pálido cuello de manera casual y tentadora, incitante e ingenua. La mujer se mordió el labio antes de susurrarle al oído unas palabras que no lograron ser comprendidas antes de volver a tomar su garbo habitual, cuadrando los hombros al caminar, la barbilla altiva, orgullosa. La muchacha sonrió, amaba a esa mujer, la amaba con todo su ser y le encantaba que fuesen amigas... Dulcinea la había sacado de su soledad para iluminar aquel mundo sombrío y llenarlo de colores.

Recogió una rosa solitaria que reposaba sobre el asfalto y olfateo su aroma, el cual la inundó como si se tratase de saborear el aroma. Le tentó comerla, por lo que acarició los pétalos con los labios pintados de carmesí, amorosa.

-Ojalá yo fuese esa rosa -susurró celosa Dulcinea, aferrando la mano libre de la dama.

-Los celos no son buenos en las creaciones de Dios -reprendió la muchacha, inconsciente del amor profano que latía en el corazón de la mujer.

Y es que si hubiese sabido antes que la amaba todo hubiera sido diferente... Tal vez hubieran podido huir, correr lejos las dos juntas, agarradas de la mano y riendo por tonterías.



Le sonrió con labios apagados al ataúd y depositó aquella rosa indigna sobre la madera, acariciando el cristo roto con dedos temblorosos y maldiciendo. Y es que Dios le había quitado su única razón de vivir, aquello que había llenado su mundo gris de colores brillantes, aquello que más había amado.

-Adiós, Dulcinea -susurró la ya mujer, sus caireles ya inexistentes ahora hechos ondas alborotadas-. Te amaré por el resto de la eternidad...

Arregló los mechones de cabello húmedos antes de darle la espalda al cadáver y salir, arrastrándose como la neblina de invierno para darle paso a la nieve, y es que nada más podía hacer para olvidarle que transformarse en la propia Dulcinea.

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