Quienes me inspiran a seguir

jueves, 24 de abril de 2014

Enfermedad


Ella se sentó frente a la ventana. Al otro lado del cristal podía ver como las gotas de lluvia caían lenta, pero constantemente. Era una llovizna suave, una cortina delgada que le permitía ver más allá de las mismas gotas y que, al mismo tiempo, la reflejaban a ella millones de veces, como si fuesen un espejo líquido tratando de armarse antes de estrellarse contra el suelo de concreto y hacerse mil pedazos.

La fiebre era intensa, pero no se sentía cansada. A pesar de tener la nariz enrojecida por culpa del frio y de los estornudos constantes, no se sentía de mal humor. En realidad ella sentía como si flotara. Se encontraba perdida ante la lluvia y su propio reflejo en el cristal de la ventana. Un reflejo de ojos cansados y tristes, un reflejo inconstante que iba entre una sonrisa y una mueca de desaprobación cada pocos segundos. Era un reflejo ajeno en el cual, de todas formas y casi de manera imposible, lograba reconocer algo de sí misma, aunque aún no lograba definir lo que veía.

De manera perezosa, pero automática, estiró la mano hacia la ventana y la abrió lenta, suavemente, de manera acompasada a los agotados sonidos de su corazón, que retumbaban en la oscuridad de la habitación solamente quebrada por la luz de las farolas que estaban en la calle. Volvió a acomodarse, pero esta vez con los codos apoyados en el alfeizar de la ventana, sintiendo la reconfortante brisa fría y las tenues gotas constantes de lluvia impactando contra su rostro, disminuyendo un poco el calor proporcionado por la fiebre.

Sonrió.

Se sentía un poco como morir y revivir constantemente, como nacer cada pocos segundos, como si estuviera mudando de piel. Algunos sentimientos se aferraban, como la fiebre, a todo su cuerpo. Otros, en cambio, se iban cuando las gotas de lluvia se deslizaban por su rostro hacia la barbilla, perdiéndose en la bufanda que tenía enredada en el cuello.

También sentía que a pesar de todas las maneras dulces y violentas que conocía de morir, incluso aunque tuviera fiebre y apenas pudiera recordar quién era, sentía que jamás podría elegir otra manera de morir además de... de él.

Él era su manera perfecta de morir. El recuerdo, la sonrisa y las palabras bonitas. Siempre había sido el portador de la flecha que apuntaba a su corazón, así como también era el portador del calmante para las heridas que en su alma pesaban. Nada ni nadie podría sacarlo jamás de ese lugar.

Apoyó la frente caliente y húmeda por el sudor y las gotas de lluvia sobre los antebrazos, tomó una profunda inspiración cansada y dejó a sus lágrimas salir. Eran lágrimas tranquilas, pero constantes, al igual que la lluvia. Eran lágrimas de sanación, aunque estaba segura que jamás podría sanar esa herida completamente. Por lo menos estando bajo una enfermedad podía comenzar a intentarlo, pues estaba segura que de tener sus fuerzas caprichosas intactas, sería demasiado orgullosa como para llorar por eso. Para llorar por él, otra vez.

Oh, pero como dolía amarlo de esa manera tan perfectamente imperfecta. Realmente era como tratar de hacer que un ciego aprendiera a hablar en lenguaje de señas el tratar de dejar de amarlo. Pero no podía evitarlo, siempre había sido así, desde el principio. Era un amor inestable y caprichoso, enfermizo e hiriente. Era ese tipo de amor que te hace gritar cuando solo quieres llorar.

Lo extrañaba.

Extrañaba que él estuviera con ella, que le sonriera y le dijera algo, cualquier cosa que la hiciera sonreír. Extrañaba los pequeños detalles que una vez había tenido con ella, y extrañaba también la manera en la cual solía mirarla. Ahora de todo lo que ellos habían tenido solo quedaba esa fiebre infernal, esa nariz enrojecida por tanto estornudar y esa enfermedad llamada rabia. Rabia contra sí misma por no poder dejar de sentirse molesta ante su indiferencia. Esa rabia por estar siempre celosa. Esa rabia incoherente...

Levantó el rostro y la lluvia, ahora fuerte y renovada, intensa, golpeó contra su rostro, llevándose sus lágrimas. Y pudo sonreír ante la aceptación de lo pequeña que era. Porque en ese momento de completa vulnerabilidad podía pensar con tranquilidad, gracias a la enfermedad, que era una chica torpe que necesitaba de su caballero de armadura hecha con cajas de cartón.

Oh, realmente cuando enfermaba aprendía tantas cosas...

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