Quienes me inspiran a seguir

jueves, 10 de abril de 2014

Ella


Ella no era una chica romántica. En realidad no era de esas chicas a las cuales pudieras conquistar con flores y corazones. Ella en realidad se consideraba a sí misma bastante simple, aunque todos a su alrededor dijeran lo contrario.

Una vez ella había estado enamorada, perdidamente enamorada. Aquello no había terminado bien.

Mientras ella había entregado no solo su corazón, sino su vida a aquel que amaba, solo había recibido una carta llena de errores ortográficos, escrita con la tinta de la ebriedad y contando promesas que jamás se cumplirían. Sus ojos leyeron con horror aquellas líneas con menos acentos de los que debía, y mientras eso sucedía, su corazón y toda ella se recubría con la tinta oscura y amarga de las palabras no dichas.

Jamás había sido romántica, pero aquel amor sádico, masoquista e incompleto la habían transformado en una mujer de hierro. Y no importaba cuánto quisiera demostrarle a alguien que le quería, su propia mente la obligaba a retroceder mientras la armadura se fortalecía en la desconfianza.

A su vida llegaron algunos hombres buenos, sí. Y ella los había querido, los había querido mucho, pero siempre los apartaba de su lado. Porque estaba dolida y no quería confiar ya más en nadie, no quería volver a ser herida como en el pasado. Por eso, cuando alguien demostraba demasiado hacia su persona, ella comenzaba a distanciarse, acomodando mejor la armadura contra su cuerpo y tomando el primer vuelo hasta el anochecer que pudiera alcanzar.

Los rechazaba a todos porque en el fondo sabía que siendo así de incompleta e imperfecta, no podía amar a nadie. Porque darles falsas ilusiones a otros sería lo mismo que le habían hecho a ella, y no pensaba permitirlo. Primero hubiera preferido morir.

Una vez, después de mucho tiempo, alguien alcanzó su corazón. Habían logrado una hazaña nunca antes vista.

Él era inteligente y agradable, la hacía reír y sonreír, la hacía sentir mariposas en el estómago con sus palabras cariñosas y le cantaba cuando ella menos lo esperaba. Y por mucho que había intentado no caer a los brazos de ese hombre, ella había terminado cediendo a sus caricias y a sus consuelos. A esas palabras que sentía sólo para ella.

Una nueva emoción había vuelto a nacer en su corazón, oxidando su armadura pensada para ser indestructible. De pronto sus palabras comenzaron a tener colores y formas, no solo trazos en un papel blanco lleno de rencor y de curvas amargas que trataban de ser acantilados suicidas para cada estrofa.

Él había llegado a conseguir que ella le sonriera... y le amara.

Pero aquello no podía durar, porque los fantasmas nunca se habían marchado de ella. Los fantasmas regresaban cada noche para acecharla y darle horrendas pesadillas sobre el futuro que tendría con ese maravilloso ser que la esperaba al otro lado de la ventana, resguardándose de la fría noche mientras miraba sin descanso el camino que ella tomaría para llegar hasta él.

El miedo se transformó en algo firme y constante. El temor a perderlo, a que dejara de amarla. El temor a hacerse daño.

Al final, ella le abandonó. Y corrió, corrió como si el mundo se acabara a su espalda. Tomó el primer tren al sur y se alejó de aquel que tenía el poder de romper su corazón.

Ahora ella está lejos, sentada bajo los rayos del sol, esperando. No sabe qué espera, pero continúa en eterna vigilia. Sus noches se vuelven cada vez más y más tormentosas sin él, a pesar de que él parece no guardarle rencor alguno. Él la acepta, y quiere lo mejor para ella. O al menos eso dice él. Y ella sólo quiere que la olvide y que sea feliz, porque solo de esa manera siente que podrá quitar su armadura, sanar sus heridas y poder continuar.

Pero la armadura está tan fija en su piel que comienza a perder la esperanza. La esperanza de sanarse.

La esperanza de volver a amar, como una vez le amó a él. A quien desarmó todos sus temores y se sentó a tomar el té con sus demonios.

La esperanza de poder mirarlo a los ojos y sentir que todo estará bien.

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