Quienes me inspiran a seguir

miércoles, 7 de agosto de 2013

Carta a los Muertos


Si los vivos tuvieran la oportunidad de decirle algo a quienes han abandonado tu vida de la noche a la mañana, de manera abrupta: ¿qué dirían?


“Siempre te amé”. “Fuiste un ejemplo”. “No había nadie más gracioso que tú”. “Tu fortaleza siempre me hizo fuerte”. “Si solo sonríes, todas las cosas malas en tu vida se evaporarán, desaparecerán”. “El dolor es más grande cuando piensas en el”. Tal vez todo eso y muchas cosas más. ¿Quién sabe?, quizá un día todos nos encontremos en Algún Lugar al cual llamar Cielo, al cual llamar Paraíso.


Eso me hace recordar que todos, inevitablemente, caminamos en una vía indirecta hasta esa puerta final que, al ser cruzada, nos alejará físicamente de quienes nos aman y de quienes amamos. Y me hace pensar que es curioso, pues cuando estás vivo son pocas las veces en las que te sientes fuertemente amado, son pocas las veces en las cuales sientes que incluso con solo una persona que te ame bien y mejor, sería como cubrir la plaza de todas las cientos de personas que has conocido a lo largo de tu vida. Y es difícil, es difícil despedirse, es difícil abandonar y sentirse abandonado. Porque cuando estás en ese entierro, como un vivo o un muerto, ese momento parece interminable, y el dolor se extiende y quema de tal manera que puede que jamás te recuperes.


Quienes nos dejan para irse a Algún Lugar, no pueden decir nada. O más bien, nosotros no podemos escucharlos. Probablemente piensen que somos, que fuimos, que seremos por siempre seres hipócritas pues estamos diciéndole a un cuerpo sin vida todo lo que debimos decirle cuando ese cuerpo se movía, cuando ese corazón latía cerca de nuestro corazón. ¿Cómo enmiendas ese terror de sentirte abandonado, queriendo redimirte por los pecados pasados?


No hay redención, ese es el problema. Ese es y siempre será el maldito, estúpido problema. La redención no existe, así como tampoco ese Cielo lleno de ángeles que cantarán para nosotros mientras estamos muertos. Porque los muertos están bajo tierra, siendo comida de gusanos, pudriéndose, mientras los ángeles cantores se encuentran en el Paraíso, en Ese Lugar en las nubes, sobre las nubes, a más de treinta mil kilómetros de altura, en Ese Lugar en el que el viento sopla tan fuerte y donde no hay oxígeno, por lo que en Ese Lugar morirías tu segunda muerte.


Por otro lado, hay personas que dicen, que creen fervientemente que aquellos que amamos solo mueren cuando se les olvida. Yo misma pensaba en ello antes, mucho antes de llegado este momento. Pero ya no lo creo. Porque cuando estás muerto, a quienes te aman les duele y te recuerdan, pero ellos están vivos. Están vivos y tú darías todo lo que no tienes por cambiar mil años de historia por un solo minuto, que quizás pueda comprarte un día, y ese día que quizás y con mucha suerte pueda comprarte un año. Pero no puedes.


Si los muertos tuvieran la oportunidad de decirle algo a quienes están vivos: ¿qué dirían?


“Aún a pesar de todo, cuando estaba muriendo, soportaste estóicamente el dolor de verme abandonarte. O tal vez tú me abandonabas. Nos abandonamos mutuamente para recorrer nuevos caminos. Y aunque muchas veces sentí que mantener la relación no valía la pena, sí tengo motivos para irme, no en paz, pero sí pacíficamente, tal y como todos llegamos a este mundo. Entre gritos, entre lágrimas, entre palabras que serán escuchadas solo un instante y recordadas incontables instantes más, pero que paulatinamente serán olvidadas. Porque todo en esta vida se olvida cuando te mueres”.


Entonces, señoras y señores, me doy cuenta que en realidad uno no vive para siempre si solo es recordado. Las personas te recuerdan por mucho tiempo, es cierto, pero cuando todos los que te recordaban han desaparecido, ¿qué queda? Ya nadie te recuerda, ya nadie pronuncia tu nombre diciendo “me gustaría que estuvieras aquí”, ya nadie te extraña pues has sido reemplazado por un nuevo recuerdo al cual extrañar.


Y es un ciclo, y es una fórmula, y son números y matemáticas.


Si me dieran la oportunidad de vivir infinitamente, la rechazaría sin dudar. No le temo a la muerte, pues como los muertos he aprendido que en realidad solo puedes temerle a la vida. Porque mis muertos me han enseñado cosas que jamás olvidaré, inconscientemente nunca las olvidaré porque aquellos recuerdos me llevaron a un canal de aprendizaje que no puedo ni quiero repetir, que no quiero ni debo recordar, pero que permanecerá dormido en el fondo de mi memoria porque eso, al final de cuentas, es todo lo que queda. El recuerdo del aprendizaje dormido y escondido, esperando el momento oportuno de saltar ante ti para hacerte de firme recordatorio sobre tus errores pasados y los errores de nuestros muertos...


Vanessa dejó de escribir, sintiéndose torpe y tosca. Solo había tomado el consejo de Viktor y había comenzado a escribir, pero ahora que el amanecer se acercaba, se sentía incluso más destruida y más rota que antes. Porque su corazón conocía una terrible verdad, la sentía aunque su mente aún no tenía conciencia plena de todo.


Dejó el lápiz sobre las hojas llenas de sus lágrimas, preguntándose cuándo había comenzado a llorar de manera silenciosa. Algo dentro de ella se removía de manera inquieta, algo gritaba furioso dentro de su cuerpo. Su corazón latía rápidamente, cardiaco, a punto de un colapso. Sin detenerse a pensar en nada, tomó el teléfono del escritorio y marcó, desquiciada, sin recodar siquiera de quién era el número que estaba marcando. Era una necesidad completa, irracional, melancólica y abrumante.


Al quinto tono de marcado, una voz femenina, contestó.


¿Diga?


La voz de aquella desconocida la tomó por sorpresa. Se escuchaba tanto o más rota que ella, de una manera que solo una persona medio muerta podría describir. Simplemente así, Vanessa se armó de valor, sin importar que sus susurros altos consiguiesen despertar a Viktor, que dormía en el diván de aquel estudio.


—Disculpe, yo solo... —se detuvo. ¿Qué?, ¿solo qué? ¿Qué se suponía que debía decir? La desconocida, al parecer, lo sabía incluso mejor que ella.


Vi tu nombre en el registro de la llamada. Eres Ness, ¿cierto? —susurró ella, su voz tratando de sonar menos rota, menos insegura, menos destrozada— Fuiste la novia de Christopher antes de tu... muerte.


Vanessa sintió que en realidad, lo que ella había querido decir no había sido “tu muerte”, sino más bien “su muerte”. Y eso fue suficiente para ella, su corazón por fin muerto y destrozado ante esa verdad que se había negado a creer, incluso cuando ella misma lo había enviado a la muerte sin piedad alguna.


—Lo siento... —dijo Ness en un susurro ahogado. Realmente lo sentía, realmente le pesaba.


Sí, yo también lo siento —la mujer suspiró profundamente, un silencio prolongado instalado en la línea antes de que ella agregara—. Espero verte en el servicio. Realmente... creo que a Christopher le hubiera gustado que tú escribieras un elogio para él... ya sabes... al final de todo...


—Iré —anunció sin pensar. Tenía que ir, por lo menos eso le debía—. Avísame cuándo será, escribiré el mejor elogio para él.


Yo sé que sí. Eres una gran escritora, Ness —continuó ella con naturalidad, nuevos sollozos resonando por la línea agitada de emociones—. Él te amaba, te amó más de lo que pudo llegar a amarme alguna vez a mí. Tú nunca lo lastimaste, siempre lo protegiste. Me hubiera gustado ser lo que necesitó. Al final, yo fui el intento de mujer, no tú. Hasta pronto, Ness.


Y colgó.


Y en ese momento, Vanessa se dio cuenta que estaba hablando con Romina, la eterna prometida de Christopher.


Y entonces se derrumbó, llorando con el teléfono pegado a su oído, tratando de escuchar en la línea cortada por lo menos un susurro muerto de la voz de Chris, un susurro que jamás podría volver a escuchar porque, entre ellos, simplemente se habían matado.


Y eso dolía, demonios que dolía. Porque con la definitiva muerte de Chris... ella también había muerto un poco...

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