Quienes me inspiran a seguir

lunes, 14 de octubre de 2013

Encuentro II

[El hombre sabio y la chica del lápiz]



Recuerdo que cuando le conocí, cuando te conocí, solo pude pensar con horrible vergüenza una cosa: Que eras el hombre más triste y desdichado que había conocido jamás, y que probablemente ninguna tristeza se compararía en el mundo a tu tristeza y a tu dolor.

Tu historia, cuando me enteré de ella, me hizo sentir como una niña escondida, refugiada entre los brazos de su padre, buscando una respuesta a cosas, a preguntas que no entiende porque, en el fondo, tiene demasiado miedo para entender. Porque se siente, me sentía dañada y frágil. Y tú penetraste en esa fragilidad, inmovilizaste mis ojos con los tuyos y me hiciste que ver que tenía mucho, mucho camino por recorrer.

Aquel día había buen tiempo, pero estaba helando rápido. Era casi como una premonición extraña. Yo siquiera soy capaz de recordar muy bien lo que estaba haciendo antes de comenzar a sentir tu presencia, antes de decidirme a hablar contigo porque sentía, en el fondo de mi alma, que si no lo hacía, simplemente te perderías, así como yo ya me había perdido.

Nos presentamos y la conversación fluyó suavemente. Reí y dije muchas tonterías, ¿lo recuerdas? Creo que estaba un poco nerviosa. Bueno, eres mayor que yo, y sabio, ciertamente lo eres, pero estabas perdiendo esa sabiduría por culpa del sopor de tantos años dormido, por culpa de ese sentimiento de querer regresar a dormir porque sientes que no puedes ver que la persona que amabas, aquella que no pudiste abrazar por más tiempo, no está contigo para apaciguar ese sentimiento de terrible vacío y soledad.

Creo que por eso, porque nos entendíamos, nos hicimos tan cercanos.

Lentamente, casi como los pasos temblorosos de un niño, las cosas comenzaron a fluir. Era como una corriente suave y cálida. Me gustaba cuando comenzabas a hablar de historia y yo te miraba, escondida detrás de mis páginas y mis libros etereos, esperando siempre por un poco más de tu sabiduría. Sabes muchas cosas, te envidio por eso. Pero tranquilo, es una envidia sana, no te preocupes.

Recuerdo que una noche, mientras estábamos escondidos en un rincón como dos prófugos escapando de los polizontes, me acurruqué contra tu costado y lloré. Ni siquiera sé porqué comencé a llorar, solo recuerdo que de pronto sentía un nudo firme en la garganta y comencé a sollozar como una tonta, temblando por no sé qué cosa. Tal vez por los recuerdos, que comenzaban a ser ya demasiado insoportables.

—Tienes que soltarlo —me dijiste, rodeando mis hombros en un abrazo, acercándome a tu pecho—. No es sano para ti el vivir de esta manera, pequeña.

Miento, ahora soy capaz de recordar -o puede que nunca lo haya olvidado-, el motivo de mi llanto. Y fui muy mala contigo, realmente hiriente. Lamento el haberte dicho aquellas cosas...

—¿Y qué hay de ti? —bramé llorosa, con el nudo firmemente cortándome las palabras— Tú no quieres dejarla ir, ¿por qué conmigo debe ser diferente?

—Porque yo estoy viejo, y a perro viejo no se le enseñan trucos nuevos —dijiste llanamente, como si hablaras del clima. Oh, lamento el haberte dicho algo tan cruel, en serio lo lamento—. A ti te queda tanto por delante, tanto camino. Tal vez solo no era para ti, y no puedes martirizarte por eso.

Tenías razón en una cosa. Me estaba martirizando. Con el tiempo me había vuelto estúpida y masoquista, sintiendo que no podría ser ni sentir más que aquel profundo dolor que me envolvía y que tú, de aquella desquiciante manera paternal, querías comenzar a sacudir lejos de mí. Y ahora, solo ahora que ha pasado tiempo, soy capaz de verlo.

Recuerdo que luego de eso me sentaste en tu regazo, de la misma manera que solía hacer mi padre. Recuerdo que tomaste el lápiz con el cual sujetaba mi cabello de aquella estrafalaria manera y lo sacaste, dejando caer en cascada la mata enmarañada. Acariciaste mis mejillas con la punta del lápiz, como dibujando un mapa de mis lágrimas. Y me mirabas profundamente, tanto que era imposible el no mirarte, el no perderme de esa manera. No podía ser capaz de advertir que me estabas atrapando, pero creo que de haberlo sabido, tampoco te hubiera detenido.

Tú sí entiendes, Javier.

—¿Quieres hacer algo, pequeña? —dijiste al fin, cuando fui capaz de dejar de sollozar.

Me encogí de hombros, sin saber muy bien qué decir. Pero luego, actuando -para variar- por inercia, tomé el lápiz de entre tus dedos y comencé a escribir en la muralla tras de ti. Palabra por palabra, todo de manera inconexa. Escribí sobre el dolor, sobre la tristeza, sobre la soledad, sobre un violín, sobre historia y geografía, sobre lo que me estabas enseñando. Escribí sobre tus ojos y sobre los míos, sobre tu sabiduría y sobre el lápiz mismo con el que escribía en ese momento. Dejé salir todo hasta sentirme vacía y cansada, sin haberme dado cuenta siquiera en ese momento que a veces lágrimas mudas se deslizaban otra vez por mis mejillas y que tú, paciente y cariñoso, las secabas casi con devoción.

Realmente soy muy torpe, ¿o no? Pero creo que tú tampoco sabías muy bien lo que estaba sucediendo. ¿Lo sabías? Dímelo, por favor. Tampoco es algo que sea capaz de preguntarte directamente, sabes que soy muy tímida.

Y bueno... luego de aquello, nos hicimos casi inseparables. Soportabas mis tonterías y niñerías, aún lo haces. Soportabas mis berrinches con una sonrisa, espero no ser demasiado torpe como para que te saque de quicio y quieras apartarte de mí.

Me quieres, o eso espero. Y yo te quiero desde aquel momento en que nos conocimos, sin saberlo, siendo completamente ignorante de que nuestros caminos estaban destinados a cruzarse, nos gustase o no.

Y aún ahora, cuando estamos prontos a estar tan lejos, cuando comienzo a mirar los minutos como si fueran segundos, preguntándome en qué momento llegarán... pienso en ti, en esas caricias tranquilizadoras. Pienso en tu silueta mirándome, sentado sobre el escritorio junto a las pantallas con tu sonrisa arrebatadora y con ese brillo de renovada felicidad en tus ojos. Y me pregunto si alguna vez seré capaz de no sonrojarme ante tu recuerdo. Si seré capaz de dejar de mirar por la ventana, suspirando mientras espero verte llegar. Si podré escribir una palabra, un verso, una página, un cuento o un libro entero sin pensar en que me estarás mirando, pujando por saber qué es lo que el lápiz dice al rasgar el papel.

Y me pregunto si un día me cansaré de tu sabiduría...

Pero si me dejas decirte algo... Lo dudo. Pero silencio, no le digas a nadie.

Es un secreto...

Es nuestro secreto.

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