Ángel la
observó durante un minuto completo, sonriendo. Era hermosa, casi tanto como
ella, y eran tan parecidas físicamente que sabía que esa muchacha encajaba
perfectamente entre sus brazos y sabía, también, que su cuerpo encajaba por completo
sobre el de… Detuvo sus pensamientos. No, no podía pensar en esas cosas cuando
apenas la conocía. Aunque, técnicamente, él la conocía perfectamente. Esa
muchacha era igual a Edén, era obvio que la conocía.
La vio
correr tras el enorme perro San Bernardo, tropezando con la arena que le
impedía seguir avanzando. Era como un déjà vu. Muchas veces había visto a su Edén
correr por la playa tras un perro callejero o, incluso, había visto su espalda,
sus cabellos meciéndose con el viento cuando él la perseguía y ella escapaba
como si en realidad quisiera alejarse de él. Un suspiro escapó de sus labios
cuando la vio caer torpemente sobre la arena, envuelta en un ataque de risa.
Sin
dudarlo, se levantó y caminó hacia ella, que en ese momento tenía el peso del
enorme San Bernardo sobre ella. El perro le acariciaba el cuello con la nariz,
haciéndole cosquillas. Ella se revolvía bajo el animal, tratando de escapar.
—A las
damas no se les mantiene prisioneras —susurró, acariciando al perro tras las
orejas y consiguiendo que se moviera—. Hola —sonrió, encontrándose con los ojos
color chocolate de ella.
Cassandra
se quedó inmóvil, tendida sobre la arena, mirándolo fijamente. Encontrarse con
él era el colmo de sus rarezas porque: Primero, llevaba años tratando de encontrarse
con una persona y al parecer el que tuviera su dirección, su número de teléfono
y conociera su lugar favorito y a sus amigos no bastaba; Segundo, lo que menos
quería era encontrarse con él y revivir el vergonzoso momento en que él se
había reído por haberle robado su primer beso. Maldito fuera.
— ¿Hay
alguien ahí? —inquirió Ángel, viendo la mirada de ella, dura como un bloque de
concreto.
—No. Digo,
sí —tartamudeo Cassandra, incapaz de mostrarle su molestia a ese hombre—. Solo
me preguntaba si Dios me odia, eso es todo.
— ¿Y por
qué Dios te odiaría? —Ángel sonrió, incapaz de no hacerlo ante ese hermoso
gesto enfurruñado de ella, que se sentaba a lo indio sobre la arena.
—Porque me
ha hecho pasar la peor de las vergüenzas contigo y, además de eso, no me
permite morir de humillación tranquila, sino que te hace aparecer en mi visión
siempre en mis peores momentos —dijo ella rápidamente, casi sin respirar.
Ángel no
pudo no sonreír ante las palabras de ella, ante su expresión, ante su forma de
expresarse. No había cambiado lo más mínimo con él, seguía siendo la misma
mujer fuerte y segura que recordaba, la misma mujer que decía siempre lo que
pensaba y demostraba lo que sentía ante las personas precisas y necesarias. Un
suspiro se escapó de sus labios mientras pensaba en la forma de reconquistarla.
—Eres tal y
como te recuerdo, Edén… —dijo sin poder evitarlo al perderse en los ojos de
ella, expresivos y vivaces.
Cassandra
quedó sin aliento. Ese hombre la miraba como si fuera lo más importante en su
vida, la observaba con una devoción casi incomprensible, le sonreía con una
sinceridad y un cariño que no podía comprender. Era como si esos ojos avellana
de él tuvieran un magnetismo que la obligaba a no apartar la mirada. Pero a
pesar de que su corazón latía frenético, su mente le gritaba que no se dejara
vencer de nuevo por palabras bonitas, miradas directas y suspiros. Porque no
eran para ella.
—No me
llamo Edén —carraspeó ella, levantándose de la arena y acariciando el lomo del
perro, que se posicionó a su lado—. Me llamo Cassandra y espero, en serio, no
volver a verlo nunca más en mi vida.
Él la vio
darse la vuelta y comenzar a correr con el enorme animal casi pisándole los
talones. Era como si la vida le estuviera dando una segunda oportunidad para
estar con ella, pero sin que él se enterase y, lo primero que hacía para joder
las cosas a base de bien era arruinar la sorpresa que le habían preparado.
—Cassandra…
—suspiró su nombre sintiendo que, en realidad, también le quedaba muy bonito.
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