A
veces se preguntaba por qué los hombres se empeñaban tanto en molestarla de esa
manera.
No
era divertido –por lo menos para ella- que un tipo que además de ser atractivo
fuera agradable, tuviera ese pequeño defecto que ella tanto odiaba en todas las
personas, sobre todo del sexo opuesto.
Odiaba
sobremanera que la molestaran con eso…
Ella
se conocía lo suficientemente bien como para saber que podía ser de todo menos…
Eso. Y no entendía cuál era la afición de molestarla tanto cuando sabían que
eso la acomplejaba a tal punto de darle crisis de pánico cada vez que tenía que
salir de su casa. Porque así era. Odiaba salir de su casa, incluso para
trabajar. Odiaba tener que mostrarse en público a pesar de ser una persona muy
sociable. Algunos la tildaban de insegura, pero ella sabía la verdad:
Rebecca
Cristal Erus era de todo menos “bonita”.
—
¿Becca? —inquirió una voz suave y aterciopelada, sobresaltándola.
Rebecca
levantó la mirada de las hojas que analizaba y observó los enormes ojos color
chocolate de su mejor amiga y confidente: Su hermana menor.
Cassandra
era todo lo que ella no sería jamás. Cassie –como la llamaban sus amigos- era
una muchacha pequeña y adorable, de enormes y profundos ojos, sonrisa pronta y
sincera, menudita y delgada como una
muñeca de porcelana y, además de todo, era la persona más alegre y sincera que
conocía.
Cassandra
Lisette Erus era la persona más hermosa, interior y exteriormente que había
conocido.
—
¿Qué pasa? —Rebecca volvió la vista a los papeles que organizaba, acomodándose
los anteojos en el puente de la nariz. Otra bendición en su hermana: Tenía una
vista perfecta.
—Voy
a salir con Aramis y otros amigos, ¿quieres venir? —la muchacha sonrió con
dulzura, sentándose al otro lado de la mesa— Va a venir ya-sabes-quién… —agregó
Cassandra, como quien no quiere la cosa.
—
¿Cuántas veces te he dicho que ese tal Aramis va a romperte el corazón, niña
tonta? —gruñó la aludida, taladrando la mirada chocolate de su hermana con la
suya, marrón oscura.
—Ary
jamás me lastimará —Cassandra se levantó como una exhalación, dirigiéndose a la
puerta todo lo dignamente que podía—. ¡Amargada! —y salió dando un portazo.
Rebecca
suspiró, recargándose en el respaldo de su asiento mientras encendía un
cigarrillo, asintiendo con la cabeza. Su hermana menor tenía razón, era una
verdadera amargada, pero no le importaba. Conocía lo suficiente al sexo opuesto
como para saber que todos terminaban siempre rompiendo el corazón de las
muchachas buenas –como su hermana- para terminar persiguiendo a verdaderas
zorras desalmadas –como ella-. Y no importaba las veces que le diera tan buenos
argumentos a la pequeña Cassie, ella parecía no entender a razones.
Por
lo menos para ella era algo básico: Hombres es igual a problemas y problemas es
igual a dolor.
Por
eso ella se cuidaba la espalda, no creía en nadie y se escondía en la oscura
habitación de su casa. Ese era el momento en el que amaba su trabajo. Al ser
ingeniera en programación podía trabajar directamente desde su casa y eran
contadas las ocasiones en las que se veía obligada a salir. Lo prefería así.
Odiaba al mundo, el mundo mentía. Era cosa de lógica. Mantenerse lejos de los
humanos y del contacto físico era agradable cuando te acostumbrabas a la
soledad. Y Rebecca se había acostumbrado.
Aunque
en momentos como esos le hubiera gustado tener el valor de salir al mundo
exterior para cuidar de su hermana, pero sabía que no podía pasarse la vida
corriendo tras ella y tratando de cuidarla. Cassandra debía enfrentar sus
propios problemas y aprender de ellos tal y como ella había tenido que hacerlo
un par de veces antes.
Solo
esperaba que a Cassie no le pasara lo mismo que a ella, aunque lo dudaba.
Cassandra, en cambio de ella, era preciosa y alegre. Su hermana menor no tenía
nada que envidiarle y así estaban bien.
Rebecca
alejó esos pensamientos de su mente y volvió la vista a los documentos que
revisaba. Tenía que concentrarse si es que quería tener un contrato por los
próximos meses y mantener la mente ocupada con algo que no fuera su propia
autocompasión y baja autoestima. Aunque eso era algo que no iba a aceptar en
voz alta ni siquiera delante de un psiquiatra. Jamás, nunca en la vida, ni
aunque la amenazaran con un arma iba a admitir que esa era la realidad. Nunca.
Ni aunque le pagaran.
Pasadas
un par de horas y con una humeante taza de café entre las manos para sacudirse
el frio de esa helada tarde de invierno, su teléfono sonó. Tomó el móvil como
si estuviese cubierto por algo asqueroso y arrugó la nariz al ver el nombre que
brillaba en la pantallita.
“Debiste
venir con nosotros, hermosa. Cassie lleva toda la tarde llorándole a Aramis
porque te dijo amargada. Deberías sonreír y salir más porque, ya sabes, eres
hermosa”
Rebecca
soltó un suspiro, arrojó el teléfono por encima de su hombro y bostezó, dispuesta
a dormir un par de horas antes de volver a la carga con el trabajo. Así que
dejó la taza de café sobre su mesita de noche, se hizo una bolita en la cama y
cuando estuvo cubierta con las mantas incluso más arriba de la cabeza, se
repitió su mantra diario para todas las horas del día:
No soy insegura, es
solo que odio al mundo…
Y
con ese pensamiento durante un par de minutos, se durmió sollozando al saber
que era la peor mentira jamás dicha.
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