— ¡Era ella, te lo puedo jurar! —exclamó Ángel, casi fuera de sí.
No comprendía porqué de todas las personas tenía que ser justamente ella
quien no le creyera. Ella, que la había conocido tan bien. Ella, que le había
acompañado incluso en el peor momento. Ella, quien le había prestado su hombro
para llorar incluso cuando su propia estabilidad se estaba desmoronando.
—Ángel, siéntate y cálmate. Ahora —ordenó ella, moviendo su larga
cabellera negra mientras negaba con la cabeza. Esperó a que él hiciera lo que
le había dicho antes de mirarlo fijamente con sus ojos verde botella—. Cariño,
tú sabes que ella nos dejó hace mucho tiempo. Tú y yo fuimos testigos de
aquello…
—Mabel, por favor, tienes que creerme —casi le suplicó, pero ella negó
con la cabeza.
—Yo sé que la extrañas mucho, yo sé que te hace falta —susurró con voz
comprensiva, sentándose frente a él en el suelo y aferrando sus manos entre las
de ella—. Yo también la extraño, pero no podemos estar mirando entre las
personas a alguien que se le parezca.
Ángel, Edén murió hace un año ya… Déjala
ir…
Y él se derrumbó. Ángel sintió que el peso verdadero de esas palabras le
caía en la cabeza como un bloque de concreto y el dolor desgarrador luego de
aquel encuentro con ella se hizo presente otra vez, creando un agujero en su
pecho tan grande que ni la locura era suficiente salida para alejarse de ese
dolor.
Buscó los brazos de Mabel con desesperación y ella, comprensiva, le
abrazó con fuerza, acariciando sus cabellos con suavidad mientras le arrullaba
con palabras de aliento. Ambos se estaban volviendo locos con esa situación,
ambos estaban cansados de buscarla entre la multitud. Ella apenas había sido
capaz de entrar a la que fuera la habitación de su amiga luego del funeral,
entrar allí era un suicidio para su desgastado corazón.
Aunque quisieran perderse en la demencia, ambos sabían que debían
dejarla ir.
Y había llegado el momento de superar el duelo y dejar el luto.
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