Despertó
sobresaltada, con el corazón latiéndole a mil por segundo y con un desagradable
sudor frio cubriendo todo su cuerpo. Miró a su alrededor, notando la penumbra
que envolvía la habitación antes de mirar el reloj de su mesita de noche que
marcaba las dos de la madrugada. Había dormido demasiado y eso era inaceptable.
Se
levantó de la cama, tomó la taza de café que ahora estaba frio y se dirigió a
la cocina bebiendo a largos tragos el café amargo. Encendió la luz de la
cocina, dejó la taza en el fregadero y se encaminó al baño, donde se lavó la
cara y mojó su cabello sin siquiera mirarse al espejo. Luego cruzó el pasillo y
abrió la puerta de la habitación de su hermana menor, notándola dormida sobre
las mantas con el teléfono en la mano y una sonrisa en el rostro. Suspiró.
Cassandra jamás aprendería. Entró en la habitación, dejó el teléfono sobre la
mesita de noche y tapó a su hermana con cuidado antes de salir de la estancia
de manera sigilosa, cerrando la puerta tras de sí.
Volvió
a su habitación, tomó los lentes y regresó a la sala, sentándose frente en la
mesa y volviendo a observar los documentos que debía organizar antes de
pasarlos en un documento al ordenador y hacerlos llegar nuevamente a la
empresa.
Mientras
trabajaba, su mente no podía dejar de pensar en él. Y lo odiaba, pues no quería
recordarlo, no quería tenerlo en su cabeza y deseaba fervientemente arrancarlo
de su corazón. Pero jamás podía, jamás lo lograba y se odiaba incluso más por
eso. Habían pasado años desde aquellos incidentes y él no la recordaba, había
rehecho su vida vetándola de todos sus recuerdos y la cortejaba como si fuese
una desconocida. Maldito bastardo. Le había hecho tanto daño y el muy
desgraciado ni siquiera lo recordaba.
Se
levantó encendiendo un cigarrillo y fue a la cocina, preparándose el café
incluso más cargado de lo normal, agregándole solo por gusto un chorrito de
whisky. Su médico se lo había advertido, si seguía así tendría una úlcera que
ni Dios le iba a quitar de encima, pero no le importaba. Le gustaba el café, no
podía vivir sin sus dos litros diarios y no lo iba a dejar solo porque un
anciano sabelotodo se lo dijera. Su rutina había funcionado por años y estaba
segura que continuaría así. Regresó a la mesa, encendió el ordenador y bebió
café a sorbos mientras fumaba.
Aún
no entendía por qué él no dejaba de molestarla, se suponía que tenía novia y
Rebecca no estaba dispuesta a ser su segunda opción. No de nuevo. Ni de él ni
de nadie. Los hombres ya habían jugado lo suficiente con ella y ya había
aprendido la lección, estaba muy bien cómo eran las cosas en ese momento, no
necesitaba cambios en su vida. No necesitaba que pusieran su mundo de cabeza de
nuevo cuando lo tenía todo bajo control.
De
manera masoquista, Rebecca abrió un archivo oculto de su ordenador y observó
todo lo que allí había. Poemas, cuentos, “cartas” románticas, fotografías… Mil
recuerdos de esos meses que estuvieron juntos antes que la tormenta se desatara
en esos ojos grises. Había sido tan idiota al pensar que él cambiaría definitivamente
a su ex novia por alguien como ella. Eso no pasaba en la vida real. En la vida
real los hombres eran unos cabrones que hacían lo que les venía en gana, que se
cogían a cualquiera con tal de mantener las cosas en su lugar.
Había
sido realmente estúpida al pensar que esos ojos grises serían sinceros con
ella. Y lo peor de todo es que estaba segura que sería capaz de cometer el
mismo error dos veces si no lo vetaba de su vida de una buena vez y para
siempre.
—Mierda…
—gruñó, cerrando todo y apagando el ordenador— No puedo trabajar así…
Apagó
el cigarrillo en el cenicero, asesinó el resto de su café de un trago y se
encerró en el baño, dándose una corta ducha rápida antes de vestirse y salir
del departamento con las llaves y los cigarrillos en el bolsillo. El cabello
mojado se le pegó al cuello y a las mejillas, pero no le importó. Cuando salió
del edificio una brisa gélida le acarició los brazos desnudos y, encendiendo un
cigarrillo, comenzó la caminata.
No
sabía hacia dónde se dirigía, solo sabía que quería estar lo más lejos posible
de él y de todo lo que le recordara a él. Aunque era imposible. El
departamento, las calles, la noche, el invierno… Todo era un recuerdo constante
que odiaba con toda su podrida e intoxicada alma. Pero seguía odiándose más a
sí misma que a él. Por alguna razón, siempre encontraba fundamentos para
excusarlo, cosa estúpida si le odiaba tanto.
Caminó
por largos minutos sin dirección alguna, encendiendo un nuevo cigarrillo
siempre que el anterior se consumía por completo. El aire frio de la madrugada
le sentaba bien a sus músculos aunque estaba consciente que su piel necesitaba
un poco de vitamina D pues el color que estaba adoptando rallaba en lo insano,
casi cadavérico. Las ojeras se hacían presentes bajo sus ojos, aunque nunca le
había importado lo más mínimo su apariencia. Cassandra era la atractiva, ella
era… La hermana mayor trabajadora. O algo así. No que se quejara, le gustaba
ser una sombra y quizás por eso solo salía de noche a estirar las piernas y
tomar un poco de aire.
Llegó
al parque y se sentó en una banca, escuchando el susurro de la brisa fría entre
los árboles, el sonido de los pocos automóviles que pasaban a esa hora y
observando el cielo que apenas se notaba estrellado en una ciudad donde había
más luz artificial que natural. Estaba tan acostumbrada a la soledad… Que era
como si ahora fuese una persona viva y fuese, a su vez, su mejor amiga. Sonrió
ante ese pensamiento tan idiota.
—Pero
que milagro…
Rebecca
volteó sentada en la banca y sus ojos marrón oscuro se encontraron con unos
grises risueños. Sentía que tenía la boca patéticamente abierta, que estaba
quedando como estúpida y que debía hacer algo para detener esa situación. Se
llevó el cigarrillo a los labios, dándole una profunda calada antes de levantarse.
—Que
placer más repugnante —ella arrojó la colilla al suelo y la aplastó con saña.
La sonrisa de él se amplió—. ¿No te bastó con arruinarme la tarde, ahora
quieres arruinarme la noche?
—Lo
que pasa es que me atraes con un magnetismo casi animal —dijo él, dirigiéndole
una mirada tipo escáner a Rebecca, de esas que tanto le molestaba—. En serio,
Becca, ser tan bonita debería ser ilegal…
—
¡Eres imposible! —gritó ella, volteándose para irse a su departamento lo más
rápido posible.
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