No
sabía qué pensar. Había pasado dos semanas horribles preguntándose la misma
cosa, sin poder hacer nada bien. Apenas comía, dormía escasos minutos al día,
tomaba más café del habitual y fumaba hasta quedar con la voz rasposa y ardor
en la garganta, aunque eso era normal en ella. Y por mucho que pensaba, no
encontraba la respuesta a la pregunta si sería correcto o siquiera sano el
tratar de intentarlo de nuevo.
Algo
dentro de él la hacía sentir mal, la hacía dudar pero, al mismo tiempo y de manera
absurda la hacía sentir fuerte. Porque lo peor ya había pasado y ella había
aprendido a la mala. De la peor manera había entendido que las relaciones
significaban sacrificios que no valían la pena y asesinaban parte importante de
su dignidad en el proceso. Y Rebecca no estaba segura de querer pasar por eso
nuevamente, aunque su corazón le gritara que le quería. Porque ella estaba
segura que le amaba, siempre lo había tenido presente incluso mientras trataba
de olvidarlo. Aunque eso no significaba que no dudara.
Su
mente se ocupaba de gritarle a cada segundo del día los pros y los contras de
volver a tener una relación con Leo. Y desgraciadamente para el corazón de
ambos, eran más contras que pros.
Leo
era un sujeto cariñoso y atento, sabía que podía confiar en él y contarle hasta
el más mínimo de sus secretos con lujo de detalles. Pero por eso mismo dudaba.
Estaba aterrada de volver a pasar por lo mismo. Tenía miedo de volver a
demostrarle ese cariño como una vez lo había hecho para que él, con su voluble
manera de ser simplemente le dijera un buen día que estaba confundido. No,
Rebecca sabía que no podría soportar ese golpe. Apenas había podido superarlo
la vez anterior, no estaba segura de sobrevivir a una segunda vez.
Lo
cierto era que quería creer en él. Además, Leo se estaba esforzando. Cada día
Cassandra le preguntaba cosas, preguntas que ella no sabía cómo responder.
Porque Leo era de todo menos una persona sutil, solo le había faltado comenzar
a gritar con un megáfono que le diera otra oportunidad.
Desde
la noche que habían hablado que todos los días le enviaba cinco mensajes de
texto como mínimo, le escribía cartas que deslizaba por debajo de su puerta y
un repartidor iba cada dos días a dejarle un presente. Rebecca estaba
embelesada y asustada a partes iguales, pero no podía de todas maneras despegar
sus oscuros ojos marrones del regalo del día. Un jarrón que competía con los de
la realeza y no necesariamente porque se viera costoso, sino más bien porque
era del tamaño de una casa. Un jarrón de cristal tallado que contenía una
veintena de rosas blancas. Maldición, Leo sabía cómo ganarse su corazón de
nuevo. Estaba irremediablemente perdida.
Miró
el reloj de pared. Apenas eran las cinco y media de la tarde. Seguramente
Cassandra estaba con ellos en el lugar de siempre así que, con poca confianza y
decisión pero dispuesta a aclarar todo de una buena vez tomó su cazadora de la
percha, guardó cigarrillos, llaves y el móvil en el bolsillo y salió del
departamento sin mirar atrás.
El
recorrido hacia el parque se le hizo eterno, a cada paso que daba su nula
decisión parecía esfumarse a pasos agigantados, pero aún así continuó caminando
con un cigarrillo en los labios y obligándose a no ser tan cobarde e indecisa.
Cuando
llegó al parque, los vio. Todos estaban iguales a como los recordaba de la
última vez. Scarlett estaba sentada junto a su hermana, hablando en voz baja
entre risas y miradas de esas que las adolescentes se dan. Frente a ellas,
recostado sobre el césped y mirando el cielo nublado se encontraba Aramis, con
esa eterna expresión indescifrable en el rostro. También vio a Joshua y a otros
más a los que no reconoció. Se encogió de hombros y siguió buscando con la
mirada, pero no estaba.
Leo
no estaba allí.
—Estúpida
—musitó en voz baja, dándole la última calada al cigarrillo antes de voltear.
Apenas
alcanzó a dar medio giro cuando su cuerpo chocó contra el de alguien. Un torso
amplio y unos brazos fuertes que la rodearon en un abrazo antes de poder darse
cuenta. Y Rebecca por pura sorpresa se sacudió del abrazo, cayendo de bruces al
suelo solo para soltar la maldición más grande de su vida.
—
¿Estás bien? —Leo se arrodilló en el suelo frente a ella, con esa sonrisa que
le asesinaba la cordura.
—Sí,
obvio —Rebecca se levantó de un salto, notando la mirada sorprendida de su
hermana en la distancia—. Solo vine a… Cass y eso… A ver si… Mierda —gruñó al
no poder controlar sus tartamudeos.
—
¿Alguien te dijo que eres una horrible mentirosa? —rió él, despejándole el
cabello del rostro.
—No,
Cassandra tiende a pasarlo por alto —se encogió de hombros, sonrojada hasta la
raíz del cabello—. Bueno, tampoco no permití a nadie hacerlo desde que…
Nosotros. Ya sabes —sin poder evitarlo, Rebecca se metió las manos en los
bolsillos y comenzó a balancearse en su lugar—. Aunque no me molestaría que
volvieras a hacerlo… Solo tú y a tiempo completo.
Leo
sonrió tan ampliamente que pensó que esa sonrisa era la más grande del mundo
por lejos. Él la abrazo con fuerza y besó sus labios casi con desesperación y
Rebecca, aunque sabía que eso era lo que quería, no podía despejar las dudas
que se apilaban en su mente.
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