Quienes me inspiran a seguir

jueves, 14 de enero de 2016

30 días, 30 relatos - Día 9

9.- Estás sentada en una cafetería cuando levantas la vista y ves a ________. Escribe una historia ficticia sobre qué pasaría si vieras a una celebridad en una cafetería. (Comedia/suspenso)


Antes de iniciar el reto de hoy, quisiera aclarar que inicialmente iba a escribir sobre mi ídolo de todos los tiempos, quien es una celebridad (para mí) de la literatura. Sé que Tolkien comprenderá por qué he decidido cambiar de opinión y no escribir sobre él. En su lugar escribiré sobre un actor que nos ha dejado precisamente hoy: Descansa en paz, Alan Rickman.






Siempre me ha gustado el café, es por eso que disfruto de esta manera el estar sentada al aire libre, escuchando música, con un buen libro en la mano, un cigarrillo en los labios y una humeante taza de café negro frente a mí. Si bien no soy de salir mucho, me gusta el hecho de sentirme algo hipster cuando hago esto. Debe ser por eso de la popularidad que agarró el ser "único y especial" cuando todos hacen lo mismo que tú llevas muchos años haciendo. Ironía, y un poco de sarcasmo. Me encanta.

La mañana es tranquila, soleada, pero una brisa fría me congela los dedos. Es algo muy placentero. Retomo la lectura de Romeo y Julieta, una obra que siempre me hace reír por las malas interpretaciones de las adolescentes enamoradas que quieren un romance de tres días y seis muertos. Más ironías de la vida cuando sabes que Shakespeare realmente se estaba burlando de la volatilidad del amor de aquella época. Heartkiller suena en mi reproductor, le doy un sorbo a mi café y una calada al cigarrillo. Realmente no podría ser una mañana mejor que esta para leer y beber café al aire libre.

Luego de unos minutos dejo el libro a un lado, para darme un suave respiro y verificar el contenido de mi vaso, no quiero darme cuenta que me he quedado sin cafeína en mitad de la lectura. Reuno mis cosas para volver a entrar a la cafetería y pedir otro igual, cuando veo una alta sombra envuelta en una gabardina sentarse unas mesas más allá. Al principio no le presto mucha atención. Lleva un abrigo para protegerse de la brisa, normal. Un sombrero que cubre su cabello cano, nada fuera de lo común. Me levanto, comenzando a caminar hacia la entrada del café, sin apartar la vista de ese hombre. Tiene un aire solemne, familiar, y siento que lo he visto muchas veces en mi vida, pero aunque mi cerebro se esfuerza, no soy capaz de...

Espera.

Nariz aguileña, ojos oscuros, expresión amable en su rostro ligeramente bronceado.

OH... POR... TODOS... LOS... DIOSES... ¡EXISTENTES!

Me detengo en seco, procesando. Seguramente me estoy equivocando, debe ser eso. Debe ser que estoy demasiado cansada por toda la noche en vela, trabajando, y entre el café, el cigarrillo, la lectura y la música mi cerebro me está jugando una mala pasada. El hombre gira su rostro hacia un costado, mirando al interior de la cafetería vacía. Sólo somos nosotros dos a las ocho de la mañana en este lugar. Nosotros y un par de empleados que se ocupan de las máquinas de café.

Doy un paso, con el cuerpo temblando. Sí, seguramente su expresión distinguida me lo recuerda, solamente es eso. Otro paso, para darme cuenta que la distancia se está cerrando, que tengo que pasar por su lado para volver a entrar. Y entonces me digo, ¡¿qué diablos?! Si hago el ridículo, al menos será una anécdota para que mis amigos se rían de mí.

Pero, ¿y si no...?

Termino de acercarme antes de desechar por completo la idea y llamo la atención del hombre de inmediato. Porque claro, una chica de veintitantos, sola a las ocho de la mañana en una cafetería seguramente le llamará la atención a un hombre que bien puede ser un violador serial.

—Disculpe —susurro, de pronto mi voz temblorosa—, creo que lo he confundido con alguien más.

El hombre me sonríe, una sonrisa realmente dulce, de buen hombre.

—No hay cuidado —responde con un leve acento... ¿inglés?

—¡Por la misma...! —dejo la frase a medio acabar, sintiendo cómo mi garganta se cierra.

—Sht —me hace callar el hombre, con una expresión de pánico en su rostro, pero sin borrar de sus ojos el brillo de diversión—. ¿Aún piensas que te equivocaste de persona?

Niego con la cabeza, clavada en mi lugar, sin saber qué demonios hacer. Soy la persona más habladora de todo el mundo y precisamente ahora mi cerebro decide desconectarse de mi lengua para quedarme ahí, parada como estúpida.

—Romeo y Julieta —señala mi libro con un gesto—, es un buen libro.

—¡Voy por más café! —grito de manera histérica. Oh, mierda, que papelón que estoy armando— ¡No se vaya!

Giro sobre mis talones y, cuando estoy por entrar a la cafetería, escucho su voz de acento inglés decir con tono autoritario.

—Si me traes uno como el tuyo, con un sobre de azúcar, te lo agradeceré.

Termino de entrar y corro a la barra como una enloquecida. ¡Alan Rickman acaba de pedirme que le lleve un café! De haber sido otra persona, estoy segura que lo hubiera mandado directo y sin escalas al infierno, pero ¡joder! ¡Es Alan Rickman!

Siento que los empleados de la cafetería tardan un milenio y medio en darme mi pedido, pero cuando lo hacen salgo a toda prisa, encontrándome con el hombre que permanece sentado en el mismo lugar, con la misma expresión amable y serena. Dejo los cafés sobre la mesa. Pateo la silla, la mesa, se me cae el libro y me atraganto de vergüenza, pero él sólo sonríe hasta que logro sentarme con torpeza.

—Gracias por el café —me dice, sacando una billetera de su abrigo—, ¿cuánto te debo?

—Nada, nada, nada. Absolutamente nada. Yo invito —digo de manera apresurada. Estoy segura que me leyó los labios, porque no creo haber modulado ninguna de mis palabras de manera entendible—. ¡En serio es usted! ¿Qué dem... qué hace aquí?

Él ríe antes de contestarme:

—No estoy seguro de que esa sea la pregunta con la que quieres iniciar —luego, le da un sorbo a su café.

Enciendo un cigarrillo de manera nerviosa y le doy tres caladas rápidas. Eso consigue calmarme lo suficiente y logra hacerme dejar de balbucear como idiota.

—Su actuación en Rasputín fue brillante —sentencio—. Y en Gambit, y en Dogma, y en Die Hard, y en... ¡Oh, mierda! Lo amé como la voz de Absolem. ¡Y en Harry Potter!

—Me ha quedado claro: te gusta cómo actúo —ríe de nuevo. Siento que lo único que lograré es hacerlo reír con mi triste actuación, y siento que las mejillas me arden. Y no precisamente por el frío.

—Es que, déjeme decirle, después de Christopher Lee, usted me parece brillante. Un actor de otro mundo. ¿No será un alienígena? ¿No lo habrán secuestrado como a los Crescendolls?

—¿Los quién?

Esta vez soy yo la que ríe, y él se suma a mis carcajadas. Le explico brevemente a qué hago la referencia y él agarra rápido el concepto.

Siento que hablamos durante horas, realmente horas. Le hablo sobre lo que sentía en cada película en la cual lo vi aparecer. Menciono lo magistral que me pareció verlo en Sweeney Todd, y la forma en la que me emocionó en Sentido y Sensibilidad. Verlo interpretando a un personaje de Jane Austen, para mí, fue como una explosión cerebral. Un derrame y una explosión cerebral. A su vez, me dice que no se arrepiente interpretar a ningún papel, y que está muy agradecido de sus oportunidades en el mundo del cine. Una conversación de verdad irreal.

—Se terminó mi café —apunto, levantándome de pronto para ir por otro. Él se levanta también, y siento que me invade la decepción—. ¿Tiene que irse?

Alan Rickman asiente con un gesto, sin dejar de sonreír. Parece tan satisfecho con todo que me da un poco de envidia.

—Es tiempo de que me vaya.

—¿Y no puede quedarse? De verdad me gustaría seguir hablando con usted, es fascinante. Es una persona fascinante.

—Si pudiera quedarme, lo haría, pero es tiempo —se quita el sombrero y lo posa teatralmente sobre su pecho. Por un momento veo a Chrstopher Brandon, y se me parte el corazón—. Ha sido un placer hablar con una señorita tan pintoresca como usted.

—¿Pintoresca? ¿En serio? —otra risa nerviosa, otra risa idiota de mi parte. Él es un caballero— ¿Por qué no puede quedarse?

—Porque me esperan en otro lugar —vuelve a ponerse su sombrero, y acomoda su abrigo.

—¿Volveré a verlo? ¿En otra película?

—Eso es lo bueno del cine: puedes ver las películas que quieras, una y otra vez, hasta cansarte.

Estrechamos nuestras manos en un apretón. Él hace un gesto de cabeza antes de darse la vuelta y dar un paso. Lo detengo con una última pregunta.

—Señor Rickman —él me mira por encima del hombro—, ¿cómo es que puedo entenderle, si mi inglés es un asco y seguramente usted no habla español?

Una pausa. Gira su cabeza y mira al sol de la mañana.

—Eso es lo bueno cuando te vas de aquí: puedes entender todos los idiomas del mundo.

Y sin más, desaparece.

Me dejo caer en la silla y miro la mesa. Romeo y Julieta sigue cerrado, mi paquete de cigarrillos está vacío, al igual que mi vaso de café.

El vaso que le traje a Alan Rickman está intacto.

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