Una blanca habitación se extendía
frente a mí, tan blanca que parecía irreal. El techo, el suelo, las cuatro
paredes pintadas completamente de blanco. No había puerta ni ventanas, tampoco
una luz que la iluminara, más aún así parecía como si el techo no existiera y
estuviera bajo los rayos de un ardiente sol. Tampoco mi sombra se alargaba
desde mis pies, nada había que mancillara la blanca pureza de esa habitación. Y
de pronto, en menos tiempo de lo que dura un parpadeo, la habitación estaba llena
de símbolos. El techo, el suelo, las cuatro blancas paredes repletas de
símbolos.
Y un pequeño que me daba la
espalda.
Su cabello era corto y tan dorado
y brillante como el sol. Vestía de un blanco impecable, al igual que estaban
pintadas las paredes de la habitación. Sus brazos y piernas al desnudo poseían
una luz casi plateada, similar a la de la luz de la luna. Él tampoco poseía una
sombra.
Entre los pequeños y delgados
dedos de su mano izquierda tenía un trozo de carbón, con el cual dibujaba los
símbolos. Trabajaba con dedicación en cada trazo, sin emitir ningún sonido. Fue
cuando me di cuenta que tampoco podía escuchar mi respiración ni los latidos de
mi acelerado corazón, aún ante aquel silencio reinante, tan profundo como el
océano.
Quise acercarme y preguntar, más
mis pies permanecieron en su sitio como si estuviera anclada allí. Mis labios
se movían, pero ningún sonido salía de mi boca.
Entonces, él me miró.
Me perdí en sus ojos verdes, tan
claros y místicos que perdí el miedo que me carcomía desde lo más profundo de
las entrañas. En sus ojos pude encontrar verdades absolutas y respuestas que
aún hasta hoy no comprendo, pero no creo que eso en verdad me importe. Lo que
de verdad me importa es que las respuestas que me dieron sus ojos aún no
encuentran las interrogantes a la que pertenecen.
Hasta el día de hoy no puedo
recordar su rostro, tampoco su tamaño y por completo su figura. Pero hay dos
cosas que no puedo ni creo poder olvidar jamás: El color y la forma de sus ojos,
además de la forma de los tres símbolos que quedaron, desde esa noche, grabados
a fuego en mi memoria. Tanto los recuerdo que me es imposible dejar de
dibujarlos.
Aunque aún me pregunto por qué
cuando recuerdo todo esto, siento unos muy intensos y profundos deseos de
llorar…
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