Dos pasos adelante, uno en
retroceso. Él observó como la silueta en forma de sombra casi danzaba a su
alrededor, sintiendo como la fría neblina comenzaba a ascender desde el
pavimento húmedo por sus piernas, como si la misma cortina vaporosa tuviera
forma de manos invisibles que se aferraban a sus pantorrillas, tirando sus
extremidades y entorpeciendo sus pasos.
Las luces ambarinas de los focos
en la avenida titilaban de manera constante, dejando un eco de luz residual en
el ambiente. Ella parecía reír ante el efecto que todo provocaba en la escena,
sintiendo en su paladar el sabor del miedo y la insensatez cubriendo la piel de
él y extendiéndose por el aire hasta ella, para poder saborearlo dentro de su
boca.
—Ya te perdí el miedo —susurró
ella con una voz frágil, casi quebrada mientras escapaba de las sombras y de la
neblina para acariciar con una larga uña la espalda de él, que dio un respingo
de susto antes de voltearse a mirarla—. Temo decirte que perdí esas
insoportables emociones hace mucho, muchísimo tiempo…
—Pero aún pareces un pequeño
animal asustado —en su voz él logró plasmar un timbre de amarga diversión,
mientras que ella arrugaba el entrecejo ante el comentario—. No has cambiado lo
más mínimo, Charlotte.
Ella retrocedió un paso, sus
largos cabellos negros atados en una cola de caballo siendo mecidos por la
ventisca huracanada que su rápido movimiento acababa de crear. Él, ya más
seguro de sí mismo al ver esa reacción en la muchacha, se perdió en la mirada
angustiada de congelados ojos celestes como el cielo de invierno de ella,
recordando lo dulce que era la piel de la joven al contacto con su lengua. Y
deseó muy fervientemente que el juego comenzara otra vez.
—Y tú continúas siendo un cerdo,
Abraxas —ronroneó ella, fundiéndose con las sombras otra vez—. Tu mirada y tu
sonrisa continúan siendo lo más desagradable que pueda verse en los
alrededores.
— ¿Debo estar agradecido con
aquel cumplido, pequeña musa? —inquirió él, comenzando a caminar entre la
neblina que de pronto comenzaba a desaparecer, debilitándose— ¿O acaso debo
tomarlo como una ofensa que viene de unos labios poco venenosos?
Abraxas continuó marcando un
pausado recorrido, sus pasos resonando en el concreto húmedo. Buscó con sus
ojos como la obsidiana entre la oscuridad, su ceniciento y largo cabello
contrastando con la tonalidad grisácea, casi enferma de su piel. Se sabía
observado desde algún punto en la penumbra que generaban las luces ambarinas de
la avenida, una mirada afilada desde los innumerables callejones sin salida de
aquella calle principal.
Y mientras ella observaba con ojo
clínico cada paso que ese ser daba en los dominios de su mente, recordó que
ahora poseía el poder y la voluntad suficiente para hacer lo que fuese. Recordó
también que ese era su mundo y aquel era su juego esta vez. No había
posibilidad alguna que perdiera.
—Quiero que juguemos un juego,
Abraxas —sonrió Charlotte saliendo de la penumbra y la neblina, dejando una
estela vaporosa de humo danzarín a su espalda. Abraxas enfrentó su mirar oscuro
con el claro de ella, sonriendo—. Y sé que este juego mío te gustará tanto como
te gustan los tuyos.
Ansioso, él acortó la distancia
hacia ella, sus pasos ahora haciendo eco ahogado en el amplio paraje que se
extendía ante ellos. Podía escuchar el sonido de las olas romper contra el
acantilado, sobre su cabeza el cielo oscuro, la noche cerrada como boca de lobo
le saludó con un frío “hola”. Charlotte volvió a alejarse un paso de él,
sintiendo asco de su cercanía y del, de pronto dulce aroma que destilaba por
cada poro de la grisácea piel de él. Perdió su mirada en el océano oscuro, con
la neblina comenzando a extenderse desde mar adentro hasta la costa como los
tentáculos de un enorme ser abisal que extiende sus dedos hacia la pureza de
las damas que le esperan atadas de manos y piernas en los árboles.
—Me impacienta tanto suspenso…
—sonrió él, relamiendo la comisura de sus labios con una larga lengua
puntiaguda.
—La playa… —señaló la joven con
un pálido dedo hacia la costa, sin mirarlo a él— Está cubierta por un campo
minado desde hace muchos años. Quiero que corramos allí.
—Eso suena sencillo —se complació
Abraxas con un ronroneo, sin dejar de sonreír—. Supongo que no estoy en
desventaja, eso sería muy deshonroso de tu parte, pequeña musa.
—Tan desagradable e insolente
como siempre —murmuró ella, asqueada ante el tono de voz de él y ante el
insulto implícito en sus palabras—. Pero no, no conozco la disposición de las
minas ni la magnitud de su poder. Ambos podemos arriesgarnos de la misma forma.
—Eso me parece muy justo —asintió
él, ahora con verdadera emoción corriendo junto a la ennegrecida sangre de sus
venas—. ¿Cuáles son las reglas?
Aquel era el momento que tanto
había esperado. La joven observó a su contrincante con un brillo profundo y
particular en sus ojos, mirándolo casi con superioridad antes de acercarse al
borde del acantilado con paso seguro, sintiendo el viento frio y afilado cortar
la piel de sus mejillas y de sus extremidades desnudas.
—La única regla es… Que gane el
mejor —dijo la muchacha, sonriendo casi como una niña que prepara una
jugarreta—. Quien recorra los treinta kilómetros de campo minado y llegue vivo
al final será el vencedor. Todo está permitido en este juego menos la ayuda de
terceros. Aquel que sobreviva debe hacerlo solo.
Si hubiese podido, la sangre en
las venas de Abraxas se habría congelado. El hombre sintió como su corazón se
detenía dentro de su pecho por una fracción de segundo, antes de comenzar a
martillear con más fuerza en el interior de su caja torácica. Un juego
emocionante sin lugar a dudas, nada menos que lo que esperaba de ella, la
persona más competitiva que conocía en muchísimos años. Y sabía que tal como
ella odiaba perder también odiaba la deshonra, por lo que no debía cuidar su
espalda de un ataque sorpresa que no fuera de ella. Charlotte estaba
floreciendo de la mejor manera, tal y como lo había planeado.
— ¿Cuándo comenzamos? —sonrió él,
apretando los puños para no saltar contra ella, tragándose la tentación de
destazar esa pálida piel.
—Ahora —anunció ella dándole la
espalda y saltando desde la gran altura que representaba el acantilado hasta la
arena.
Por un momento él había olvidado
que ella era tan impaciente como veloz, por lo que tardó dos segundos completos
en dar los pasos necesarios para estar al borde del acantilado y lanzarse en
picado hacia abajo, tras el cuerpo de ella que estaba pronto a tocar la arena.
Y desde su posición a unos metros de ella pudo ver como una ventisca se alzaba
alrededor de ambos, ascendiendo desde la arena como un tornado y ellos mismos
siendo envueltos en su caída en el ojo del huracán.
A unos metros del suelo ella alzó
los brazos y dobló las rodillas, su cabello una mata enmarañada revuelta que
golpeaba su rostro en el descenso. La arena saltó a su alrededor, formando un
cráter en el ojo de la tempestad cuando sus pies tocaron el inestable suelo y
con el mismo impulso de la caída saltó hacia afuera en línea recta, usando sus
brazos en forma de escudo frente a su rostro y atravesando la cortina de arena
y viento avasallador. Tras ella pudo escuchar un sonido ensordecedor similar al
de una explosión, lo que la alertó de la cercanía de su contrincante.
Debido a su peso, Abraxas quedó
con la mitad del cuerpo sepultado en la arena por lo que, utilizando la fuerza
de sus brazos como soporte se empujó hacia arriba, escapando de la trampa de
arena y observando como el viento a su alrededor soplaba con más fuerza.
Sonriendo él solo comenzó a caminar, atravesando el muro de arena y viento casi
como si atravesara una cortina de tela enmohecida. A lo lejos pudo ver una
detonación y el cuerpo de la pequeña e ingenua musa saliendo despedido por los
aires. Sin dudarlo, comenzó a correr en la misma dirección, siguiendo los
mismos pasos y la misma suerte de ella.
Cuando cayó al suelo, Charlotte
escuchó un tercer estruendo ensordecedor. Volteó un segundo su mirada hacia
atrás mientras se levantaba, observando como el fuego y la arena se levantaban,
lanzando esquirlas de acero en todas direcciones. Cuadró los hombros, enderezó
rápidamente su codo dislocado y arrancó un trozo de acero caliente que se había
incrustado en su pantorrilla antes de comenzar a correr otra vez. Había tenido
razón en su teoría, las minas no mantenían la sensibilidad de antaño y ella,
con su menudo cuerpo, solo debía ser un poco más precavida. Abraxas se quedaría
atrás o, con un poco de suerte, explotaría en mil pedazos. Aunque eso último
era pedir demasiado.
Con un grito de rabia él se
levantó del suelo, lo blanco de sus ojos ahora refulgiendo como el acero
líquido en su punto de moldeado. La chiquilla había sido astuta y a su vez él
había sido estúpido. Abraxas se relamió los labios con deseo, con lujuria,
pensando en las mil y una maneras de arrancar la piel y los órganos de la
muchacha una vez la tuviera a su merced, entre la arena y su cuerpo. Sin más
comenzó a correr sobre la arena a una velocidad tan vertiginosa que sus pies
apenas tocaban el suelo, acortando la distancia con ella de una manera
depredadora y peligrosa.
Pocos segundos tuvieron que pasar
para que ella notara que las explosiones de las minas de pronto ya no se
escuchaban. Solo dos explosiones y todo había quedado reducido a una
persecución. Su piel no era tan dura como la de él, ahora se encontraba en
desventaja si es que la alcanzaba. Ralentizó un poco su carrera, acumulando
energía mientras aguzaba el oído y cerraba los ojos, sintiendo en la planta de
sus pies desnudos las vibraciones bajo el peso de su cuerpo. Pero la arena era
inestable, las pulsaciones cambiaban su intensidad a cada paso que daba. Abriendo
los ojos decidió que no le quedaba más que ser lo que una vez fue: Un animal.
Casi la tenía, podía sentir la
sangre caliente corriendo por sus manos y barbilla, la carne suave abriéndose
paso por su garganta. Los ojos fijos en ella, que había bajado la velocidad de
su carrera. Un paso más cerca y pudo sentir en su lengua el sabor de la
adrenalina que expelía el cuerpo de ella en cada gota de sudor. Otro paso y la
distancia era casi inexistente a pesar de los más de veinte metros que los
separaban. Una nueva y larga zancada mientras extendía su brazo, su mano en
forma de garra a punto de poder sentir la sangre caliente, dulce y deliciosa
tan cerca de él.
Ella volteó justo a tiempo, sus
ojos brillando intensamente, la palabra desafío implícita en cada movimiento de
su cuerpo, en cada centímetro de su rostro. Encontró su mirada con la de él,
celeste y amarillo contra rojo y negro. Alzó sus manos y tomó el brazo de él,
que se extendía hacia ella y saltó, sus pies ahora sobre los hombros de él,
usando sus músculos como suelo estable para su cuerpo. Podía sentir cada
movimiento en cadena de los músculos, todos trabajando en conjunto. Con una
sonrisa la energía viajó a todo su cuerpo, de pronto una capa protectora que
resplandecía casi de color rosa en la noche oscura y cerrada.
Podía sentir la presión sobre sus
hombros, hundiendo sus pasos en la inestable superficie, más peso para las
sensibles minas que les rodeaban. Alzó sus manos por sobre su cabeza,
alcanzando los hombros de ella y arrojándola lejos, sus miradas encontrándose
nuevamente en una milésima de segundo que se hizo eterno para ambos. Y con
sorpresa él pudo ver como el cuerpo de ella mutaba y brillaba, de pronto más
grande pero notoriamente aún ligera y ágil.
Cayó de pie sobre el suelo, una
mina explotando cuando su cuerpo estuvo con todo el peso sobre el artefacto.
Mala suerte. La explosión no se hizo esperar y ella apenas alcanzó a dar un
poderoso salto que la elevó varios metros en el aire, incluso más allá de su
propio poder gracias a la potencia avasalladora de la explosión. Una esquirla
de acero hirviente se clavó en su hombro. La arrancó en su descenso.
Salió aún con el paso constante
de su carrera por entre las lenguas de fuego que parecían esquivarlo, como si
él mismo fuera más caliente que las llamas del infierno. A lo lejos pudo ver el
final de la costa, un nuevo acantilado alzándose majestuoso frente a sus ojos
mientras la puesta de luna no se hacía esperar a su izquierda, anunciando las
pocas horas que faltaban para la mañana. Podía sentir la victoria en sus manos,
ni un solo rasguño sobre su piel tan dura como el granito. Y de pronto, en
menos tiempo de lo que toma un suspiro, su rostro estaba enterrado en la arena
y un fuerte dolor congelante atravesaba toda su columna vertebral.
Charlotte cayó sobre él, sus
manos ahora en forma de afiladas garras de hielo atravesando el cuerpo caliente
bajo ella. Sin esperar más tiempo saltó de su lugar y siguió corriendo sin
mirar atrás, no podía darse el lujo de perder. Con un poco de suerte, Abraxas
no se levantaría en muy buenas condiciones pero, por otro lado, su ira no
tendría rival cuando se diera cuenta de la causa final de ese ataque.
Un gruñido gutural, casi animal
salió de lo más profundo de su garganta mientras alzaba la vista, levantándose
dificultosamente de la inestable superficie. Podía escuchar más minas
explotando a su alrededor, de pronto todas activadas al mismo tiempo. Alzó su
vista al cielo antes de observar en todas direcciones, notando como las
estalactitas de hielo caían sin fin desde arriba, haciendo explotar las minas y
congelando rápidamente todo a su paso.
—Mierda —maldijo por lo alto,
casi en un grito cuando llegó al pie del acantilado.
Podía escuchar las explosiones a
su espalda, no muy lejos. La arena caía sobre su cuerpo casi como una fina
lluvia y se preguntó cuantos segundos tendría antes que él encontrara la forma
de escapar de su trampa y la alcanzara. Miró hacia arriba, apretando los puños.
Ni su mejor salto lograría acercarla a la cima del acantilado, pero no perdía
nada con intentar. Retrocedió unos metros, las garras de hielo haciéndose
presente en sus manos de nuevo y aceleró, cerrando los ojos cuando en el último
paso reunió toda la fuerza en su pierna derecha, saltando con todo lo que tenía
y como jamás había saltado.
Con un nuevo grito, su cuerpo se
encendió en llamas. El fuego saliendo de su cuerpo de un fuerte color rojo, la
base de las llamas pegadas a su piel de un amarillo tan brillante como el sol.
Extendió el fuego a su alrededor como una explosión de químicos y sonido, tan
poderosa como para dejar inerte el cuerpo de cualquier humano que estuviera lo
suficientemente cerca. Pudo imaginar los oídos reventados de un par de seres
inferiores, tan patéticos y débiles como solo ellos podían ser. La espalda le
molestaba, sentía frio, pero no era nada de lo que su fuego no pudiese
encargarse.
—Pequeña rata astuta —susurró
sonriendo, observando como ella daba un largo paso antes de saltar, toda la
fuerza marcando los músculos de sus piernas.
Se aferró enterrando las garras
congeladas de sus manos en la roca, comenzando la escalada. Apoyó sus pies
desnudos en las salientes imperfectas del acantilado, impulsándose cada vez más
hacia arriba con toda la fuerza que había guardado durante la carrera. Había
esperado más ataques de Abraxas hacia ella, y gracias a que eso no había
sucedido ahora podía tener aunque fuese una oportunidad de ganar. Debía ganar,
solo así podría recuperar su honor y parte de lo que una vez había sido.
Mientras corría hacia la base del
acantilado el fuego se dirigió hacia su espalda, creando un par de alas de
fuego de un color rojo tan brillante que iluminaron toda la playa con su
resplandor ígneo. Alzó el vuelo relamiéndose los labios, acortando la distancia
con ella de manera vertiginosa, extendiendo una de sus manos en dirección a su
pequeño conejillo de indias.
Giró el rostro hacia él,
sorprendida. Pudo sentir como las manos ardientes se aferraban a su cintura,
apartándola con fuerza de la roca. Y por mucho que se aferró con sus garras
congeladas, un gran trozo de piedra salió despedida con ella hacia atrás,
cayendo de manera precipitada entre los escombros que pudo llevarse consigo en
un intento desesperado por no caer.
Ya casi había llegado, la cima
del acantilado estaba solo a un par de metros, podía volver a sentir el sabor
de la victoria inundando su boca, podía volver a sentir la sangre bañándolo y
el corazón muerto de ella en su boca, luchando por latir y no morir en sus
fauces. Solo unos pocos metros más y ella sería por fin suya.
Cayó sobre la arena creando un
nuevo cráter, al igual como lo había dejado en su primer descenso. Cubrió su
cabeza con las manos y una cúpula de hielo se alzó a su alrededor,
protegiéndola de la lluvia de escombros que caía sobre ella. Y una vez se
sintió a salvo, alzó la vista solo para ver como él estaba ya en la mitad del
recorrido hacia la cima. Tenía que pensar en algo lo suficientemente bueno, y
tenía que ser ya.
— ¡ABRAXAS! —gritó ella, llamando
la atención del aludido.
Él volteó la vista hacia ella,
sorprendido. Charlotte volvía a ascender hacia la cima del acantilado,
siguiendo sus pasos. A cada salto que ella daba en el aire una plataforma de
hielo se formaba saliendo de la roca, haciéndole de soporte para impulsar su
vuelo sin alas ni viento. Con una sonrisa macabra él reunió poder en una de sus
manos, golpeando a continuación las salientes del acantilado y creando así más
rocas que se precipitaron hacia ella, que ascendía rápidamente acortando
terreno.
Charlotte intensificó el poder de
sus manos y continuó su ascenso a saltos, cortando las rocas que caían en su
dirección con sus afiladas garras de hielo. Estaba a punto de alcanzarlo, solo
un poco más y todo habría acabado, no podía rendirse por lo que, luego de
golpear el último trozo de escombros que se dirigía a ella, imitó a su
contrincante, golpeando el acantilado antes de volver a saltar sobre una nueva
superficie de hielo, su corazón latiendo a mil por segundo.
Giró su mirada hacia el
acantilado solo para ver como un pilar de hielo se extendía desde la roca hacia
él, golpeándolo en el hombro izquierdo. Salió despedido, perdiendo la
estabilidad de su vuelo mientras veía como ella alcanzaba su altura
rápidamente, impulsándose cada vez con más fuerza hacia la cima, protegida por
escudos de hielo que danzaban a su alrededor, protegiéndola de cualquier ataque
físico.
Un calor abrazador la envolvió,
derritiendo su frágil defensa de hielo así como también los pilares de hielo
que le hacían de suelo en su ascenso. En un rápido vistazo mientras escapaba de
las lenguas de fuego pudo ver a Abraxas que se aproximaba rápidamente hacia
ella envuelto en un escudo ígneo que encendía incluso las rocas del acantilado.
Quedaron ascendiendo hombro con
hombro. Él intensificando el fuego para derretirla de una vez, ella usando sus
últimas energías para protegerse del calor abrazador. En la distancia, lo único
que pudo vislumbrarse fue una explosión de rojo y celeste mientras el
acantilado se derrumbaba, los pesados escombros que salían despedidos en todas
direcciones activando las minas al caer sobre la costa, creando un campo
infernal de fuego, arena y acero caliente.
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